Es muy interesante que el profesor y ensayista Juan Luis Lorda (Pamplona 1955) comience este trabajo sobre las virtudes, planteándose si los hombres podemos mejorar, es decir, si podemos crecer en el amor, en santidad, en buenas disposiciones y, por tanto, si vale la pena plantearse metas y objetivos en la vida espiritual.
Indudablemente, la primera conclusión es que podemos mejorar, pero indudablemente tiene sus límites marcados por nuestra naturaleza inconstante y fácilmente conformista. De ahí que debamos concretar el deseo de mejorar con el deseo de amar a Dios y a los demás, con el deseo de felicidad, pues así Dios puede colmarnos de su gracia y nuestra mejora será real y atractiva.
El resultado de esta conclusión que acabamos de enunciar es el producto de la confluencia del pensamiento griego con la revelación cristiana, como muy bien desarrollará nuestro autor desde los pensadores griegos a san Agustín y a los padres de la Iglesia.
Precisamente, de los griegos recogerá las cuatro virtudes cardinales: La virtud propia de la inteligencia para conducir el alma es la prudencia. La virtud que perfecciona la voluntad es la justicia. La virtud que gobierna los deseos es la templanza o moderación. Y la virtud que gobierna el ánimo para afrontar las dificultades es la fortaleza. Es interesante que estas virtudes tomadas de los clásicos griegos y latinos encierran una experiencia de humanidad.
A la vez, cuando los teólogos han profundizado en esos hábitos o virtudes cardinales, han descubierto que en esta materia como en todo lo demás de la literatura moral cristiana, Dios ha dado siempre el primer paso: nos ha creado, nos ha redimido del pecado original, con la gracia bautismal nos ha entregado las virtudes infusas y también las cardinales y con los dones del Espíritu Santo somos invitados al amor de Dios y a la felicidad.
En la parte tercera del catecismo de la Iglesia católica del Concilio Vaticano II supone todo un cambio de nivel. En efecto, La luz de la llamada a la santidad y su reflejo en la vida moral que el catecismo de la doctrina cristiana denomina “la vida en Cristo”, implica un ensanchamiento del horizonte para el alma cristiana.
De hecho, esa apertura y ensanchamiento de horizontes está muy bien expresado por san Josemaría en su homilía “amar al mundo apasionadamente” cuando afirmaba: “En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria” (Conversaciones, n. 116).
La santidad es un don de Dios que puede expresarse como la armonía de las virtudes que Dios entrega a las almas que se disponen para ser elevadas y llevadas a las cumbres de la intimidad divina.
José Carlos Martín de la Hoz
Juan Luis Lorda, Virtudes. Experiencias humanas y cristianas, Rialp, Madrid 2013, 187 pp.