Hace unos años uno de los grandes teólogos actuales, el profesor de la Universidad de San Dámaso de Madrid, Granados, decía en una de sus obras que "la vida brota del corazón de Jesús y termina en el abrazo de Dios Padre" (212).
En efecto, cuando los judíos llenos de entusiasmo buscaron a Jesús para proclamarlo Rey en la sinagoga de Cafarnaúm, pocas horas después de haberle visto multiplicar los panes y los peces, le preguntaban: "¿Qué haremos para realizar las obras de Dios? Jesús les respondió: Esta es la obra de Dios, que creáis en quien Él ha enviado (Opus Dei est, ut credatis in eum)" (Io 6, 28-29).
La fe en Jesucristo, esa la clave de la cuestión, la que Dios concede en el bautismo y una fe que se convierte en vida de fe, a través del impacto del encuentro, del trato, del enamoramiento y de la completa identificación, según nos muestra el itinerario trazado al final de la Plegaria Eucarística: "Por Cristo, con Él y en Él".
Así pues, el cristianismo es identificación y trato con una persona viva, Jesucristo y no un simple paquete de ideas, un conjunto de creencias sabidas, en definitiva: una fe congelada, fruto de haberse quedado helado en la puerta de acceso de la fe, en el momento del bautismo.
La fe en Cristo, en la Iglesia, brota del costado de Cristo y se dirige al abrazo de Dios Padre. Es decir, se trata de mantener viva la fe, de acrecentarla mediante el trato y la identificación de voluntades en la oración, en la misa, en el rosario y en el trabajo. De ese modo, nuestra fe se hace viva e identificada, puesto que, como nos recuerda, de nuevo, el profesor Granados: "El Espíritu Santo respeta pacientemente las leyes del desarrollo humano" (Ibid, p.55).
El hombre, no lo olvidemos, es un ser finalizado. Está llamado al cielo. Todos tenemos vocación de cielo y, de hecho, "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2, 3-4). Así pues, Dios quiere que vivamos con Él en el cielo y que vivamos el cielo en la tierra. Así aseguramos que llegaremos al cielo y que no nos perderemos en las vueltas y revueltas del camino. Del cielo no hay que preocuparse, pues Jesús nos prometió que "cuando haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros" (Io 14,3).
La muerte, por tanto, es un paso lógico que asusta al hombre de fe, por lo desconocido, pero que puede ser preparado a lo largo de la vida pensando que se muere como se ha vivido y, por tanto, que a la salida del túnel nos espera Jesucristo.
En la Encíclica Spe Salvi, nos recordaba Benedicto XVI que en el purgatorio hay buen ambiente pues, en definitiva, el purgatorio es un abrazo largo, intenso y prolongado que derrite los restos del pecado. Es decir, volvamos al comienzo de estas palabras: la vida del hombre transcurre desde el costado de Cristo hasta el abrazo eterno del Padre.
José Carlos Martín de la Hoz
José Granados García, Teología de los misterios de la vida de Jesús, ed. Sígueme, Salamanca 2009, 286 pp).