En el interesante trabajo que acaba de publicar el catedrático de historia de la Universidad Autónoma de Barcelona Ricardo García Cárcel sobre la figura de Felipe II, además de objetivar su figura y de destruir las leyendas negras y doradas, ilumina otras muchas cuestiones relativas al gobierno del último emperador español de la historia.
Seguidamente, deseamos detenernos en las relaciones del monarca español con la Iglesia Católica a lo largo de su extenso y universal mandato, pues verdaderamente en sus dominios no se ponía el sol.
En primer lugar hay que reconocer que el rey Felipe II era un verdadero y fervoroso creyente y que procuró siempre de modo personal ser un cristiano consecuente y también deseó ser un gobernante cristiano, un digno sucesor de los Reyes Católicos.
A la vez, es interesante comprobar, como hace García Cárcel, que Felipe II, a pesar de haber querido actuar siempre por la razón de Estado y defensa de la Iglesia (91), tuvo una mala relación con todos los papas con los que convivió, salvo con san Pio V y Gregorio XIII: “ciertamente, el primer frente crítico lo tuvo Felipe II en la Iglesia en función de su relación con Roma” (104).
Sin duda, esa relación con la Sede Apostólica no se debe a cuestiones doctrinales o relativas a la fe, sino a su celosa defensa de los derechos y autonomía del Rey y sus consejos en la defensa de la fe, pues como añade García Cárcel: “La obsesión del rey estaba centrada en garantizar una independencia jurisdiccional respecto a Roma. Ya en 1564, tras la finalización del Concilio de Trento, hubo graves conflictos de procedencia por cuestiones jurisdiccionales” (104).
Más adelante, el profesor volverá sobre el tema y añadirá que después de Trento, el monarca español actuará en dos frentes: reforzará la vigilancia frente a los protestantes y mantendrá la distancia de Roma (154).
De todas formas, el autor de la revisión histórica de Felipe II utiliza un concepto que suena extraño, como anacrónico: “El nacionalcatolicismo de Felipe II se hunde sobre todo en los años ochenta, a caballo de sus propios fracasos políticos en Europa, que los papas tuvieron bien presente (...). No conviene olvidar que la caída del nacionalcatolicismo es paralela a la crisis del nacionaljesuitismo o la extranjerización de la Compañía” (105). No termina de convencernos: la utilización del término nacional catolicismo, quizás porque ha sido usado para sustanciar el franquismo, lo cual es opinable, pero sin duda ni corresponde con Felipe II, ni con la Iglesia de su tiempo.
Es interesante que señale después los problemas de Martín de Azpilcueta, el canonista navarro y catedrático jubilado de Salamanca que se trasladó a Roma y quien desde allí se defiende de los ataques que ha recibido del Rey o de su entorno, que le achacaron infidelidad por haber asistido a Carranza en su pleito, le han criticado, como navarro, por haber protestado de la conquista de su tierra, o simplemente le hacen sospechoso por haber vivido en Francia. En 1570 redactó su apología defendiendo su honradez y buena conciencia (118-120).
Alude García Cárcel a la ironía de Cervantes en la primera parte del Quijote escrito siete años después de la muerte del monarca sobre un catafalco vacío que se hizo en Sevilla y comenta: “Había llegado la hora de la denuncia del trasfondo vacío de tantos años de providencialismo y del pesado fardo de la España ‘luz de Trento, martillo de herejes, y brazo derecho de la cristiandad’” (123).
José Carlos Martín de la Hoz
Ricardo García Cárcel, El demonio del Sur. La Leyenda Negra de Felipe II, ed. Cátedra, Madrid 2017, 460 p.p.