A mediados de
los noventa yo trabajaba para una entidad financiera norteamericana. En una
ocasión, a mediados de diciembre, encontré sobre mi mesa una carta de la
oficina de Nueva York, algo bastante habitual. La abrí con cierto desdén, de
forma automática, como se suele abrir el correo profesional. La sorpresa fue
encontrarme una felicitación de un compañero de trabajo con un enorme Happy Hanukkah en medio del tarjetón. En
la fiesta de Janukah, los hebreos celebran la victoria de los macabeos, con
Judas a la cabeza, sobre el helenismo imperante, que había prohibido el culto
judío. Esos días de fiesta encienden ocho velas sobre una "janukiyah" y la
sitúan en un lugar bien visible. Es toda una fiesta.
Recuerdo el
detalle con cierto regocijo. Recibí su felicitación no como una ofensa, sino
como un medio de compartir la alegría de un creyente hebreo. Debo reconocer que
incluso me satisfizo que se acordara de
mí, que soy cristiano.
El laicismo
totalitario, sin embargo, se ofende, o por lo menos predica que hay que
ofenderse si un cristiano te sonríe y te felicita la Navidad. Si celebras la Navidad, dicen, debe ser algo
restringido a tu casa, no se lo puedes decir a nadie, debe pertenecer al culto
secreto de tu hogar, al culto esotérico de tu logia particular, que es tal vez
a lo que ellos estén acostumbrados. Pues, no señor, no pienso excusarme por
celebrar la Navidad.
Todo el mundo
recuerda que durante ambas guerras mundiales había un día al año en que ningún
bando combatía, el 25 de diciembre. Los nazis, conscientes de ello, obligaban
fanáticamente a celebrar una fiesta pagana sacada de la mitología germánica,
con la ingenua intención de erradicar la admiración del pueblo alemán ante el
nacimiento de Cristo. ¿Acaso ahora no se intenta lo mismo?
Ante las
críticas sobre el crucifijo y los signos religiosos, recuerdo el comentario del
filósofo español Ortega y Gasset, cuando durante la segunda república replicaba
que los agnósticos y los ateos no debían criticar tanto a Jesús y empeñarse en
quitar los símbolos cristianos, porque aunque tan solo fuese como modelo a
seguir, Jesús era impecable, un gran ejemplo para todos, aunque no se creyese
en su divinidad.
Los cristianos
no sabemos como quitarnos de encima esta fuerte tendencia al consumo que empaña
la Navidad. Con el
Adviento, tiempo fuerte de penitencia y reflexión ante la llegada del Señor, se
abre la veda de las compras y la preocupación por la comida, la bebida, las
cenas de empresa y los consabidos regalos. Eso es cierto. Pero también nos
encontramos un mensaje de esperanza inigualable. ¿Acaso no vale la pena que nos
paremos al menos un día al año a pesar en que el mundo podría ser distinto?
¿Qué es lo que ofende al laicista totalitario: la paz, la reconciliación, la
bondad, la fraternidad, el Amor a Dios? ¿Acaso el mero hecho de recordar tan en
serio a Dios por un día, que incluso se paran las guerras, puede ofender a
alguien?
En dos tertulias
radiofónicas distintas salió a relucir el tema de unos grandes almacenes de
Nueva York que el año pasado decidieron ser políticamente correctos y felicitar
las fiestas, pero no la Navidad. Las
ventas cayeron estrepitosamente. Este año, los empleados tienen la consigna de
felicitar la Navidad a
todos los clientes. Y es que la gente no es tonta, aunque algunos manipuladores
se empeñen en intentar demostrar lo contrario.
Invito al lector
a felicitar la Navidad,
a compartir la alegría sobrenatural de los cristianos, a hacer ver que puede
haber un mundo mejor; que con la felicitación no va implícita la imposición de
la fe, como en mi caso con mi amigo judío; hay algo de fondo, muy humano y muy
divino, que es esa alegría de compartir el hecho de sabernos todos hijos de un
gran Dios que se hizo tan pequeñito.
Por eso, sin
pedir perdón a nadie, voy a ser el primero, ya en Adviento, en decirles Feliz
Navidad.
Carlos Segade
Profesor del
Centro Universitario Villanueva