Hace unos años en un Simposio celebrado en los Reales Alcázares de Sevilla, acerca del anticlericalismo en la España del siglo XIX, presenté un trabajo que se denominaba “La cuestión religiosa en el siglo XIX”. Precisamente la conclusión de ese trabajo era el cambio operado entre tratar sobre “Nuestra Madre la Iglesia” como se la denominaba en los documentos oficiales hasta los tiempos de Carlos III y “la cuestión religiosa” como pasaron a denominarla los liberales progresistas y moderados que se turnaban en el poder durante el siglo XIX.
La diferencia entre un tratamiento y el otro se llama desconfianza. Era la natural consecuencia que se había empezado a dar en la Ilustración francesa, cuando Bayle, Voltaire y Diderot, pasaron del agnosticismo al deísmo es decir, de la indiferencia a la desconfianza de Dios. Una cosa es mantenerse al margen de la vida de la Iglesia y otra es escribir veinte tomos de la Enciclopedia para meter en el corazón de los pensantes la desconfianza de la educación que había impartido la Iglesia durante años para mantener al pueblo en el atraso cultural.
Otras veces, observamos cómo tras un siglo de intentos de evangelización del pueblo morisco y tras intentar que cumplieran a la fuerza lo que habían prometido en el bautismo, el realismo pastoral de san Juan de Ribera Patriarca de Valencia le llevó a pedir a Felipe III la expulsión de los moriscos que quisieran mantenerse fieles al Corán y a la ley islámica. El comentario de los que se quedaron en Jarafuel la población valenciana más fría espiritualmente sigue siendo: “creo en Dios, pero no en la Iglesia”.
Podríamos multiplicar los ejemplos de la pérdida y de la recuperación de la confianza a lo largo de la historia y es lo que vamos a hacer en sucesivas Jornadas de Historia de la Iglesia y de ellas obtendremos una enseñanza: es cuestión de coherencia. Si los cristianos nos esforzamos en vivir coherentemente nuestra fe, es cuestión de tiempo que nuestros conciudadanos recuperen la confianza en Dios y en la Iglesia.
Acabamos de terminar una larguísima campaña provocada para producir la desconfianza en Dios y en la Iglesia, orquestada hábilmente para presentar casos de abusos de poder de eclesiásticos especialmente sobre niños y adolescentes. La Iglesia ha reaccionado poniéndose al lado de las víctimas y revisando los sistemas de formación y de castigos de estos terribles delitos. Indudablemente había que cambiar los protocolos que, por ejemplo, están recogidos en la Summa de san Raimundo de Peñafort en el siglo XIII, para añadir penas de cárcel y una mayor retribución económica.
La desconfianza es el final de un proceso de frialdad para los asuntos de Dios, es decir, comenzar por cortar la relación personal con Dios para pasar en seguida a observarle allá lejos donde brillan las estrellas, y finalmente comenzar a vaciar de contenido las relaciones humanas hasta convertirlas en degradantes: vivir como si Dios no existiera hasta que llega un momento, cuando Dios quiera, que se vuelve a la conversión.
José Carlos Martín de la Hoz
Historia de la Confianza en la Iglesia, Rialp, Madrid 2011, 282 pp.