El día de la mujer, una vez más este año, nos muestra que hay unas diferencias muy importantes en torno a lo que podemos entender por feminismo. La sensibilidad social creciente en cuanto al papel de la mujer en la sociedad es algo presente en Occidente desde hace ya bastantes años. Pero las pretensiones de posiciones deshumanizadas de partidos extremistas actuales no son más que una enfermedad grave, que no se curará fácilmente.
Esos extremismos, unidos a la inmoralidad tan frecuente en las relaciones entre hombre y mujer, hacen que desaparezca la familia y, por lo tanto, la paz en la sociedad. “El clamor moderno sobre la identidad no puede entenderse sin comprender simultáneamente una causa que se ha pasado por alto: las dislocaciones familiares y comunales masivas, radicales y en gran parte no reconocidas en que incurrió el Homo sapiens desde la década de los sesenta, especialmente -aunque no solo- hoy en las sociedades de Occidente. Un fenómeno denominado aquí ‘La Gran dispersión’. El motor de esta transformación es la revolución sexual, es decir, los cambios sociales generalizados que siguieron al shock tecnológico de la píldora y los dispositivos que por primera vez ofrecieron anticonceptivos confiables en masa” (p. 18).
Lo que se ha implantado en extendidos ambientes de nuestra sociedad es un individualismo egoísta, contrario a todo lo que el cristianismo ha predicado desde hace muchos siglos: el amor. Es un ambiente verdaderamente preocupante porque influye más de lo que parece. Se infiltra incluso en los ambientes que podríamos denominar cristianos, porque es muy fácil caer en el egoísmo, en comparar, medir, pensar en si me dan o me dejan de dar. Y un matrimonio que empieza así está llamado a terminar mal y pronto.
“Muchas personas, antes y ahora, han creído en buena fe que estos cambios equivalen a una ventaja neta para la humanidad, y que sus propias vidas se han visto potenciadas por las libertades que solo una revolución podría haber traído”. Sin embargo hay que decir que “estos mismos cambios han provocado simultáneamente la destrucción del hábitat natural del animal humano, con consecuencias radicales que apenas empezamos a comprender” (p. 19).
Ahora tenemos uniones de hecho que no van a ninguna parte. Otras que terminan en matrimonio a una edad en la que no se puede tener ehijos. Nos lleva a una confusión en la terminología, porque se habla de mi pareja en lugar de novio, marido o amigo. Como si todo diera igual. “Las dislocaciones familiares están teniendo repercusiones en cada etapa de la vida humana, como lo demuestran los nuevos datos sobre el fuerte aumento de los problemas psiquiátricos entre adolescentes y adultos jóvenes en Estados Unidos; décadas de evidencia empírica han mostrado los daños de los hogares sin padre; los ‘estudios de soledad’ ahora proliferan en sociología e indican el creciente aislamiento de los ancianos en todas las naciones occidentales, y tenemos una inquietante evidencia de los costos humanos de las nuevas técnicas reproductivas, como la donación anónima de esperma” (p. 20).
Por eso cuando vemos padres jóvenes con niños pequeños, familias numerosas, con una visión rigurosamente católica, con virtudes que surgen del amor, de la preocupación de unos por otros, del empeño de dedicar tiempo a los hijos, aunque haya mucho trabajo, nos alegra mucho porque eso marca el futuro. Cualquier persona con dos dedos de frente y capacidad de observación se da cuenta de dónde está lo bueno.
Ángel Cabrero Ugarte
Mary Eberstadt, Gritos primigenios, Rialp 2020