Institución y carisma

 

Muchas veces nos hemos preguntado cual fue el carisma originario del cristianismo, es decir, aquél que brotó del corazón abierto de Cristo en la lanzada en la cruz o el mismo que expresó en la última cena cuando “amando a los suyos que estaban en el mundo les amó hasta el extremo” (Io 13, 1).

Es muy interesante comprobar que esa misma pregunta se la planteó Tertuliano en su tratado sobre la “Prescripción de los herejes” (Caps. 20, 1-9; 21, 3; 22, 8-10: CCL 1, 201-204), cuando explicaba cómo Jesús durante su vida terrena fue dando las claves de la revelación que él mismo había venido a traer: fue expresando quien era Él, qué había sido desde siempre, cuál era la voluntad del Padre y su designio salvífico para que llevara a cabo en el mundo, en qué consistía el reino de Dios que venía a instaurar en el mundo y cómo se entraba en él: los medios de santificación.

Enseguida, caemos en la cuenta de que el corpus revelado lo fue primero oralmente y luego algunos, movidos por el Espíritu Santo, lo escribieron para que llegara a todas partes sin deformar. Todo eso lo resumen Pedro y Juan ante el sanedrín: “No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Act 4,20). Es decir, lo que Cristo había hablado abiertamente a todo el pueblo y lo que solo había transmitido a sus apóstoles y discípulos pero que estaba destinado a formar el depósito revelado que sería transmitido de mano en mano hasta el final de los tiempos.

Jesús no había dejado nada por escrito, pero grabó sus enseñanzas en la memoria y en la santidad de su madre y de sus discípulos quienes fueron enviados a contagiar su felicidad hasta el último rincón de la tierra y hasta el final de los tiempos: “Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos (munus docendi), bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (munus sanctificandi) y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado (munus regendi). Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 18-20).

Efectivamente los apóstoles, una vez fortalecidos por el Espíritu Santo, fueron enviados por el mundo entero, primero por Judea y Galilea y, después, por las rutas del mediterráneo a los puertos de mar y desde al interior, a través de las calzadas romanas, hasta el interior. Instituyeron Iglesias llamadas apostólicas por provenir de las fundadas por los apóstoles en sucesión hasta el día de hoy y en aplicación de los carismas recibidos de los alto y trasmitidos por la imposición de las manos y la guarda del depósito de la fe.

En la Iglesia todo se basa en la confianza y está referido al origen. La continuidad de la revelación y de la asistencia del Espíritu Santo para interpretarla, ha hecho que hayamos sido fieles al carisma original y que sigamos creyendo lo mismo que los primeros cristianos y que sepamos más de Cristo y su doctrina salvadora que ellos, pues poseemos el tesoro de la revelación oral, el de la revelación escrita y el magisterio de la Iglesia constituido por la suma de la oración de los santos, la sangre de los mártires y la interpretación de los pasotes: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena” (Io 16, 13-15).

José Carlos Martín de la Hoz