Cada estación tiene su encanto, van marcando el ritmo anual de nuestras vidas. A veces pienso que me costaría vivir en zonas donde esa variedad estacional apenas existe. Es fácil asociar el invierno a catarros, gripes, frío, pero para mí es sobre todo la emoción de la nieve, del fuego crepitante en el hogar, del sosiego en la intimidad de una velada, de la lectura reposada porque oscurece pronto, de la quietud de los campos, del calor de mantas y edredones que abrigan el sueño; es la belleza del Oratorio de Navidad  de Juan Sebastián Bach, que escucho todos los años en torno a esas fiestas. Se trata de un compás de espera –la procesión va por dentro podríamos decir–, hasta que estalle la perturbadora vitalidad primaveral.

Suelen ser unos meses pacíficos, pues parece que el invierno no invita a la rebelión. Pero es también una estación reveladora. Muchos árboles han perdido las hojas y su desnudez nos permite atisbar lo que el follaje ha ocultado durante la primavera y el verano, lo que, con el espejismo de los amarillos otoñales, quizá también se nos había evaporado.

            Uno anda en invierno por calles arboladas y descubre detalles en rincones y fachadas que le habían pasado inadvertidos: un balcón airoso, unas rejas, un esgrafiado modernista, el rótulo de un comercio… Uno pasea por el campo y descubre, tras los grises troncos hieráticos, los muros de una casa, un aprisco, la espadaña de una ermita… Estaban allí, pero lejos de nuestro alcance visual.

            Hay libros muy adecuados para leer con los fríos, El sargento en la nieve de Mario Rigoni Stern, los exquisitos Cuentos de invierno de Isak Dinesen, Año de lobos de Willy Fährmann, o Memoria de la nieve, poemario de Julio Llamazares, por poner unos ejemplos.

 

Luis Ramoneda