Hace apenas unas semanas ha tenido lugar una manifestación popular contra el aborto. La cifra de los organizadores o la de la policía es indiferente: había mucha gente. Sin duda hay muchos otros que no fueron y están igualmente sensibilizados ante la gravedad del aborto. Pero yo ahora me pregunto ¿qué pasaría si alguien intentara convocar una manifestación contra el divorcio? O quizá ¿quién estaría dispuesto a organizar semejante evento?
La situación es extremadamente grave. Hay mucha gente que ha perdido todo interés ante la gravedad de las rupturas matrimoniales. Es más, no es cuestión ni siquiera de falta de sensibilidad, el problema es que hay muchos católicos “practicantes” que están dispuestos a admitir el divorcio, porque, dicen, “hay casos que lo requieren”.
Quizá habría que volver a recordar, ahora y en muchas ocasiones, que Dios creó el matrimonio indisoluble. En el Génesis (2, 24) dice “Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne”. Y en el Evangelio de San Mateo leemos: “El que se divorcia de su mujer, excepto en caso de unión ilegal, la expone a cometer adulterio; y el que se casa con una mujer abandonada por su marido, comete adulterio” (5, 32). Y cuando a Jesús le preguntan “¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?” (Mt 19, 3), el Señor responde haciendo referencia al Génesis: «¿No habéis leído que el Creador, desde el principio, los hizo varón y mujer; y que dijo: Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que lo que Dios ha unido no lo separe el hombre » (Mt 19, 4).
De estas y otras referencias, presentes en los evangelios y también en las cartas de San Pablo, se hace eco la Iglesia en sus documentos a lo largo de los siglos. En la Gaudium et spes, el Concilio Vaticano II habla con detenimiento de la dignidad de la unión matrimonial y dice, entre otras muchas razones: “Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad” (GS n. 48). Esta ha sido la doctrina de la Iglesia desde su constitución, sin ninguna excepción, entendiendo que es voluntad de Dios, presente en la creación misma del hombre y de la mujer, y que así lo reiteró Jesucristo.
Sin embargo hoy son muchos los que pretenden ser católicos y sin embargo desechan esta doctrina clara, normalmente porque el ambiente se lo impone, porque es lo políticamente correcto, porque se dejan llevar por una cierta compasión que olvida el bien de la sociedad en su conjunto y el de la Iglesia. Por eso muchas veces he pensado que fue más grave una ley dictada en los años setenta permitiendo el divorcio que una ley más reciente permitiendo el aborto. El aborto mata a un niño, que se va directamente al cielo. El divorcio destruye una familia y condena a la infelicidad a los contrayentes y no digamos a los hijos, si lo hubiera.
Del egoísmo del divorcio es fácil pasar al egoísmo del aborto. Cuando la familia se defiende a capa y espada, contra todas las modas, es impensable la idea de abortar. La mentalidad divorcista puede llevar al egoísmo de matar al no nacido, pero desde la familia bien constituida es inimaginable el atentado contra la vida del inocente.
Ángel Cabrero Ugarte