Muchas veces hemos oído narrar con toda viveza, primero al teólogo y cardenal Joseph Ratzinger y, después, al Romano Pontífice Benedicto XVI, la conmovedora escena de la captura e inmediata puesta a disposición del entonces procónsul romano Anulino de la capital de la insigne Provincia de Cartago, de un grupo de cristianos reunidos alrededor del altar junto con el sacerdote que les celebraba la santa Misa un domingo del año 304 en la localidad de Abitinae (pequeña localidad de la actual Túnez) que pertenecía a la mencionada provincia.
La acusación que llevaría inmediatamente a aquel grupo de cristianos al juicio sumario y finalmente a la muerte cruenta del martirio, fue la de haber transgredido voluntariamente la orden del emperador Diocleciano publicada en el año 303, por la cual se prohibía el culto católico en todo el imperio.
Resulta conmovedor leer, tantos siglos después, en las Actas de los mártires, la narración del interrogatorio al que fue sometido en primer lugar Emérito como dueño de la casa donde fueron sorprendidas aquellas cuarenta y nueve personas (31 hombres, 16 mujeres y dos niños).
La pregunta acerca del por qué habían trasgredido un precepto tan claro, determinante y universalmente extendido sonó clara y sin ambages en la sala, tan nítida como la valentía de la respuesta: “sine dominico, non possumus”. Es decir: ¡sin la eucaristía del domingo no podemos vivir!
Con esta expresiva anécdota histórica comienza el extenso epílogo que ha redactado al profesor Armand Puig, profesor de la Facultad de Teología de Cataluña, Amand Puig i Tárrech (Tarragona, 1953), en ediciones Sígueme, dentro de la colección “Biblioteca de estudios bíblicos”, a su último trabajo sobre el tránsito de la cena eucarística de Jesús el día de la última cena, a la liturgia cristiana de los primeros siglos de la Iglesia Católica primitiva.
En efecto, en las conclusiones de la obra que acabamos de citar del profesor Puig, si hay un tema que se remarca cruda y constantemente, es el del realismo eucarístico. De hecho, al referirse a la institución de la eucaristía en aquél inolvidable jueves santo en el cenáculo de Jerusalén, cuando afirmaba: “La potencia expansiva del acontecimiento eucarístico provoca de forma casi inmediata relecturas teológicas que desarrollan algunas de sus dimensiones. Las más significativas son, por una parte, la que podría llamarse «fórmula de comunión» (1 Cor 10, 16-17), que manifiesta la unión con la persona de Jesús, es decir con su cuerpo y su sangre (…). La segunda relectura aparece en el conocido como «discurso del pan de vida» ((Io 6, 26-58) en el que la unión con Jesús que se obtiene gracias al hecho de comer y beber su sangre, da la vida eterna y se funda en la carne que ha asumido como propia el Logos o Verbo de Dios encarnándose (Io 1, 14)” (266).
José Carlos Martín de la Hoz
Armand Puig, El Sacramento de la eucaristía. De la última cena de Jesús a la liturgia cristiana antigua, ediciones Sígueme, Salamanca 2021, 301 pp.