La cuestión acerca de la recepción y aplicación del Concilio de Trento, puede ser lo suficientemente transversal y multidisciplinar como para poder sincronizar y dinamizar un debate historiográfico productivo acerca de la situación de la Iglesia en España, durante del periodo de los reinados de Carlos V a Felipe IV (1545-1666).
En efecto, Felipe II convirtió las Actas del Concilio de Trento, en una ley que se debería vivir en las tierras de su imperio, como se puede ver incluso en la legislación indiana, donde al igual que, por ejemplo, en Castilla, Aragón y los Países Bajos (Flandes) se celebraron Sínodos para aplicar los decretos del Concilio.
A su vez, los diversos países del orbe católico actuarán según el principio “de cuius regio, cuius religio”, por tanto, aplicarán las medidas disciplinares del Concilio, algunas tan claves e importantes como la creación de seminarios o tener un obispo residencial que gobierna la Iglesia diocesana con su cabildo, de acuerdo con la situación política, social y religiosa de cada lugar.
Es interesante, por ejemplo, comprobar cómo, poco a poco, en cada país y en cada diócesis y en cada Congregación religiosa, se fue traduciendo del latín a la lengua vernácula concreta, el primer catecismo universal que fue el de san Pío V proclamado en 1570, hasta convertirse en el manual básico de teología, derecho canónico, latín, es decir, de las diversas materias que se estudiaban en los recién creados seminarios conciliares y en los noviciados ad usum, y que luego el párroco, en cada parroquia rural o urbana, consultará para encontrar la ciencia para regir su grey: ser confesor y llevar la cura animarum.
El eco del llamado catecismo de párrocos, se puede rastrear también en la literatura del siglo de Oro que muestra no tanto, como se ha dicho, que la “ideología católica tridentina” impregnara y se impusiera en las conciencias a través de las letras y composiciones de poetas, novelistas y dramaturgos, sino que, de modo más sencillo, los párrocos contarán con la existencia de un instrumento catequético, que recupera la unidad en la exposición de la doctrina católica de siempre.
La unidad no es uniformidad y por tanto en la traducción, y la aplicación del catecismo en las diversas áreas geográficas y culturales, contuvo variantes que produjeron distintas manifestaciones de la religiosidad popular, en el arte, la literatura o las costumbres. Es decir, que los cristianos de entonces, como los de ahora, vivimos la misma fe de los primeros cristianos, pero somos un pueblo con muchas y ricas variantes. La Iglesia ha vivido la inculturación del Evangelio desde el principio, como recuerdan los padres de la Iglesia como san Agustín y san Jerónimo.
Hay otro elemento más a tener en cuenta: la renovación de la liturgia de la Iglesia, mediante el nuevo misal universal que se aprobó en el Concilio de Trento y que se editó en la Iglesia universal durante el Pontificado de san Pío V.
En un solo volumen, en latín, todos los sacerdotes seculares y religiosos del orbe pasaron a celebrar, seguramente con piedad y unción, la misma liturgia: el Misal de san Pío V que ha estado en vigor en la Iglesia Católica hasta el Concilio Vaticano II. Asimismo, los sacerdotes de todo el orbe comenzaron a enriquecer su piedad con la renovada liturgia de las horas: el Breviario aprobado por san Pío V.
La llamada “Congregación del Concilio” se encargó de asegurar que estas medidas llegaran hasta el último rincón de la tierra.
José Carlos Martín de la Hoz
Francisco Martín Hernández-José Carlos Martín de la Hoz, Historia de la Iglesia en la Edad Moderna, ed. Palabra, Madrid 2011, pp. 187-188.