La santidad en el siglo IV

 

El siglo IV trajo para la Iglesia el reconocimiento de su naturaleza y la libertad, pero la entrada masiva de nuevos cristianos sin la adecuada preparación y sin el necesario crecimiento correspondiente de sacerdotes y obispos, provocó un fenómeno nuevo en la vida de la Iglesia del siglo IV: el tránsito de una Iglesia de minorías, vibrante, perseguida y catacumbal a una Iglesia de masas en la que se notaba a primera vista una auténtica caída de tensión espiritual.

El primer fenómeno, por tanto, que hemos de analizar es el de la constante reforma de la Iglesia y las llamadas abundantes desde entonces a volver al fervor de la primitiva cristiandad, a la vez que el Espíritu Santo provocó decisiones de entrega a Dios en el mundo y fuera del mundo, en el desierto, para recuperar el buen ejemplo y el pulso de la santidad, aunque quedaría en el ambiente la convicción de que la mediocridad había tenido lugar puesto que “a base de no vivirse terminó por olvidarse”.

En segundo lugar, hemos de hablar de la entrada de los intelectuales y, consecuentemente, de las tres grandes preguntas que éstos plantearon a los pastores de la Iglesia desde el punto de vista estrictamente de la razón, puesto que siempre la Iglesia había buscado el diálogo con la filosofía más que con otras religiones. Es lógico que la fe interrogue a la razón y la razón a la fe.

Había tres cuestiones que chocaron inmediatamente a los intelectuales paganos y judíos La primera, cómo compaginar el Dios único que predicaban los cristianos como los judíos, las dos grandes religiones monoteístas del momento, con el dogma de la Santísima Trinidad.

Enseguida, surgía la segunda pregunta y más en el siglo IV, cuando el maniqueismo se había extendido notablemente, especialmente en Oriente y, consecuentemente, la materia era considerada mala y pecaminosa y el espíritu, en cambio, era bueno y santo. Así pues, cómo puede Jesucristo, hijo de Dios y Dios mismo, adoptar la naturaleza humana perfecta con un cuerpo real. Dicho de otro modo, cómo pueden los cristianos adorar la eucaristía donde debajo de las especies materiales, estaba el milagro de la transustanciación.

Finalmente, Pelagio un monje irlandés, bien seguro de la nobleza y altura de la naturaleza humana le parecía que la gracia habitual no era necesaria, pues la naturaleza humana, aunque herida por el pecado se bastaba para la santidad. La reacción de San Agustín fue la unión entre gracia y libertad: “Dios que te creó si ti no te salvará sin ti”.

San Gregorio de Nisa, en un espléndido trabajo sobre la santidad, editado y recopilado por uno de los grandes especialistas en la materia don Francisco Lucas Mateo Seco, recordaba que el gran problema de los cristianos para alcanzar la santidad se resumía en una sola palabra: “constancia”. Para superar este problema recomendaba la conversión permanente del alma” (89). De ahí, procede la clave de la perseverancia, que es sencillamente amar con constancia a Dios y a los demás.

José Carlos Martín de la Hoz

San Gregorio de Nisa, La Vocación cristiana, ediciones Ciudad Nueva, Madrid 2000, n.89.