Todos los años la Iglesia dedica en el mes de enero ocho días a soñar con la unidad de todos los cristianos y a rogar a Dios que realice el milagro de que seamos un solo pueblo con un solo pastor. Lo que mueve indudablemente esa ilusión es que todos los cristianos y, sobre todo, todos los hombres de buena voluntad conozcan a Jesús y participen de la felicidad de tener una extensa familia como es realmente la Iglesia católica, apostólica y romana.
Lógicamente, lo primero que debemos hacer para propiciar la unidad es meditar la definición de Iglesia que recoge el catecismo: “La comunión de Dios Padre con sus hijos los hombres y entre sí en Jesucristo por el Espíritu Santo” (CEC, n. 761). Es decir, que de todas las imágenes de la Iglesia que han sido objeto de veneración y estudio desde los comienzos de la Iglesia hasta la actualidad, la que ahora conviene subrayar más es esta: “la eclesiología de comunión”.
El poder de Dios no se ha empequeñecido, ni la palabra de Dios está encadenada, luego fuera de la Iglesia hay salvación y posibilidad de alcanzar la gloria del cielo en Jesucristo (Declaración “Dominus Iesus”, n. 1). Precisamente, durante siglos los padres de la Iglesia daban gracias a Dios por la Iglesia que “había manado del costado abierto de Cristo”. Resumían las riquezas y dones de la Iglesia con una expresión que hizo fortuna: “extra Ecclesiam nulla salvus esse”. Por tanto, podemos decir que lo ordinario será el camino de salvación de la Iglesia: donde está conservado fielmente el tesoro de la revelación. Por eso, debemos hablar de la esposa de Jesucristo.
Sabemos, también por revelación divina, que fuera de la Iglesia católica hay trazas de verdad, elementos de salvación en la medida en que comulgan con la Iglesia católica en toda o parte del tesoro de la revelación que hemos recibido de Dios y que la Iglesia ha conservado incólume hasta el día de hoy. Valoramos la Iglesia como una montaña de oro y sepamos apreciar el oro que se ha desprendido y está cerca.
El ecumenismo hacia fuera se corresponde con la comunión hacia dentro. Por eso hablamos de la unidad de la Iglesia como comunión. Asimismo, debemos querer a los hermanos separados y trabajar juntos en el desarrollo de la caridad en el mundo entero, de ese modo nos “conoceremos y nos comprenderemos”, como subrayaba el Documento “unitatis reidintegratio del Vaticano II y ha puesto en marcha san Juan Pablo II en la Encíclica Ut unum sint y la acción pastoral del papa Francisco.
La Iglesia es madre. La madre común porque nos trajo a Jesucristo y nos lo sigue trayendo: “A Jesús se va y se vuelve por María” (Camino 495). Hay espiritualidad: la identificación con Jesucristo, nuestro Salvador y Señor, el mediador entre Dios y los hombres. Finalmente, está la unidad de doctrina: La revelación de Jesucristo se ha entregado a la Iglesia como depósito. Finalmente, no es una Iglesia para selectos ni para segregados, sino un hospital donde curar las llegas. Jesucristo ha sellado con su sangre la fidelidad a su Iglesia. La Iglesia gobernada por el Espíritu Santo llegará hasta el final delos tiempos.
José Carlos Martín de la Hoz