Las debilidades de la Iglesia

 

Aceptar que la Iglesia brota, en palabras de san Juan Damasceno, del costado abierto de Cristo en la cruz, en el momento de la lanzada, equivale a admitir que la Iglesia la ha fundado Jesucristo y lo ha hecho en el tiempo y, por tanto, sometida a la protección del Espíritu Santo y a las leyes de la historia. Precisamente, en estos días de la Semana Santa he podido leer con detenimiento el interesante artículo del dominico Pierre-Marie Berthe, OP, sobre la Iglesia en la historia, recientemente publicado en la Revista Nova et Vetera de la Facultad de Teología de Friburgo (Pierre-Marie Berthe, Pourquoi L’Église ne deyrait pas avoir peur de l’histoire, Nova et Vetera 3/2020, 317-332) y me ha venido muchas veces a la cabeza las coordenadas espacio temporales.

Asimismo, es muy interesante que nuestro autor comience recordando que la historia periódicamente, a la luz de los nuevos documentos que se van publicando, los estudios de conjunto que se editan, el conocimiento de las raíces y, por tanto, de los juicios sobre la historia de nuestros antepasados, se va replanteando sus propias conclusiones,

Inmediatamente, nuestro dominico establece sus primeras invectivas: “a primera vista la Iglesia que se proclama una, santa, católica y apostólica, requiere toda la verdad que en ella se contiene para superar las conclusiones que presentan la Iglesia solo como sociedad humana, como las otras, es decir con intrigas de poder” (317). A esto añadirá que indudablemente: “la confianza de la Iglesia en la investigación histórica trasluce humildad, fuerza, serenidad y esperanza” (p. 318).

La Iglesia experta en humanidad y conocedora de la fragilidad humana es también sabedora de la grandeza de la dignidad de la persona humana: imagen y semejanza de Dios y que, por tanto, puede conocer y amar a Dios y a los demás con la ayuda del Espíritu Santo y de los sacramentos, de la oración, la meditación de la Escritura, de los padres y del magisterio de la Iglesia.

En definitiva, nos recuerda nuestro autor que en la Iglesia no escondemos las heridas, pues sería presentar una falsa Iglesia, como si estuviera destinada a unos pocos elegidos, cuando la realidad es que es un hospital para que enseñemos las llagas y nos las curen: “La Iglesia asume su parte de fragilidad de sus propias estructuras (…) los errores, injusticias, y las imprudencias como pueden encontrarse en cualquier sociedad” (320). Inmediatamente, nos recuerda la asistencia de la ayuda del Espíritu Santo en las decisiones magisteriales, pero también nos recuerda la existencia de la fragilidad y de las disputas entre los obispos cuando pierden el sentido sobrenatural: “lo divino y lo humano se interrelacionan vitalmente” (320).

Asimismo, se nos recuerda que las diversas parábolas del Señor ya anunciaban una Iglesia constituida por santos y pecadores. Es más, san Agustín subrayará que la presencia del mal como la parábola del trigo y la cizaña nos acompañará hasta el final (321).

Es impactante releer textos de Adriano VI en 1522 hablando de la necesidad de la reforma de la Iglesia, cabeza y miembros, y seis siglos después, escuchar al cardenal Ratzinger, luego papa Benedicto XVI, en su informe sobre la fe, hablar de que el mal está alto y arriba (322).

Finalmente, nuestro autor nos recordará tantos textos del Concilio de Trento, de los Padres de la Iglesia y de la escritura que nos recuerdan la indefectibilidad de la Iglesia: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos”. Es decir que la Iglesia será fiel hasta el final (323).

José Carlos Martín de la Hoz