La Iglesia no pide privilegios, lo que desea es poder dar
a los hombres el amor de Dios y las luces del Evangelio con las que purificar
los corazones y construir así una sociedad donde impere la caridad.
Esta es la
verdadera luz que da sentido al diálogo y al entendimiento.
Es
importante volver a recordar el comienzo de Dignitatis
humanae, para recordar la dignidad de la persona humana, como un bien
adquirido sólidamente en nuestra civilización y plenamente conforme con el
mensaje Revelado por Dios a su Iglesia. "La dignidad de la persona humana se
hace cada vez más clara en la conciencia de los hombres de nuestro tiempo, y
aumenta el número de quienes exigen que el hombre en su actuación goce y use de
su propio criterio y de una libertad responsable, no movido por coacción, sino
guiado por la conciencia del deber. Piden, igualmente, la delimitación jurídica
del poder público a fin de que no se restrinjan demasiado los confines de la justa
libertad, tanto de la persona como de las asociaciones. Esta exigencia de
libertad en la sociedad humana se refiere, sobre todo, a los bienes del
espíritu humano, principalmente a aquellos que atañen al libre ejercicio de la
religión en la
sociedad. Secundando con diligencia estos anhelos de
los espíritus y proponiéndose declarar cuán conformes son con la verdad y con
la justicia, este Concilio Vaticano investiga a fondo la Sagrada tradición y la
doctrina de la Iglesia, de las cuales saca a la luz cosas nuevas, siempre
coherentes con las antiguas" (Pablo VI, Decreto Dignitatis Humanae, Roma 7.XII.65, n.1).
La Iglesia es plenamente consciente de su misión de
transmisión de esa fe, pues como resaltaron los primeros apóstoles ante las
autoridades de su tiempo: "Pedro y Juan, sin embargo, les
respondieron: Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que
a Dios; pues nosotros no podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído" (Act. 4, 19-20).
Los poderes públicos deben ser
conscientes de que las conciencias deben ser formadas por la Verdad. Sólo con una esmerada y completa formación
humanística podremos tener ciudadanos dispuestos a servir a la Iglesia y a la
sociedad. Se precisa una gran honradez intelectual para buscar serenamente el bien
común, sin intereses partidistas. Está en juego el futuro del hombre.
Para que la conciencia no sea
violada, ni violentada, es necesario que sea vez y acorde con la dignidad de la
persona humana las leyes y las normas jurídicas. En la civilización occidental
han tenido lugar momentos espléndidos y crisis muy profundas. Sólo el amor a la
verdad, a la realidad de las cosas, es resorte para la verdadera actuación.
Efectivamente
el hombre es ontológicamente libre, como lo es para pecar, pero no es moralmente
libre, puesto que está obligado en conciencia a buscar la verdad en todos sus
aspectos. Esto es lo que quiso subrayar el Magisterio Pontificio durante todo
el Siglo XIX.
Con
el Vaticano II se produce un cambio de enfoque. Se parte de la dignidad de la persona
humana, de su trascendencia y de los límites del poder estatal, se proclama que
es un derecho natural del hombre el no ser coaccionado por los poderes civiles
en su profesión de fe, sea esta verdadera o no; y que este derecho natural ha
de ser sancionado por el ordenamiento civil. Por eso el documento Dignitatis humanae, subraya con fuera
que la libertad religiosa es un derecho natural, que debe convertirse en
derecho civil: "Este Concilio Vaticano
declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta
libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción,
sea por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier
potestad humana; y esto, de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue
a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella
en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites
debidos" (Pablo VI, Decreto de Libertad religiosa,
7.XII.1965, n.2).
De
todas formas para fundamentar la libertad religiosa es importante reconocer en
primer lugar el derecho de todo hombre de buscar la verdad. En segundo
lugar la obligación de seguir su recta conciencia. Y, finalmente, el carácter
libre y sobrenatural del acto de fe.
Como ha dicho
un conocido historiador de la Iglesia contemporánea:
"El hombre es un ser creado, y creado como ser libre. Para que pueda vivir
adecuadamente su vida, el ejercicio de su libertad es sencillamente
imprescindible. Pero habrá de ejercitar su libertad sin olvidar su condición de
ser creado. De aquí que la libertad de su conciencia, una libertad
imprescindible, irrenunciable, guste o no guste, no deberá ser nunca entendida
como libertad de una conciencia plenamente autónoma; sencillamente porque no lo
es" (Gonzalo REDONDO, Historia de la Iglesia en España (1931-1939), ed.Rialp, Madrid
1993, Vol.I, p. 368)
José
Carlos Martín de la Hoz
Para leer más:
Benedicto
XVI (2007) Spe salvi,
Madrid, Palabra
Herranz,
J. (2006) La libertad religiosa
en nuestra sociedad, Madrid, Palabra
Rubio
López, J.I. (2006) La primera de
las libertades, Pamplona, Eunsa