En el catecismo de la Iglesia se emplea un término que viene de antiguo para expresar la importancia del sacrificio del altar: hay “obligación de oír misa” los domingos y fiestas de guardar. Algunos opinan que se debe a una costumbre antigua de cerrar el presbiterio cuando comienza la liturgia eucarística, una vez terminada la liturgia de la palabra. Esto, que se mantiene en la iglesia ortodoxa, no me consta que se haya hecho así en la Iglesia Católica, pero habrá quien me pueda aportar datos que demuestren esta práctica en la antigüedad.
En la Iglesia Católica el fiel participa de lleno en la misa, que tiene dos partes fundamentales: liturgia de la Palabra y liturgia Eucarística. En otros tiempos, de los que tengo recuerdos, se consideraba que el fiel tenía obligación de asistir a la segunda parte, considerándola sin duda la fundamental. Por lo tanto, se traducía “obligación de oír misa entera” por llegar al final del credo. ¡Cuántas veces me han consultado “si llego al credo he cumplido ¿verdad?”! Y cuantas veces he tenido que volver a explicar que oír misa entera es llegar al principio, al acto penitencial que nos prepara para lo demás.
Pero ahora da la impresión de que, sobre todo entre el clero joven, lo más importante es la liturgia de la Palabra. Gracias a Dios se ha hecho suficiente hincapié sobre la importancia de esta parte de la misa y el fiel normal, que no falla a la misa del domingo, llega con tiempo y oye las lecturas y está atento a la homilía. Y en este sentido creo que se puede haber dado la vuelta al razonamiento. Hay obligación de oír misa, las dos partes, y la primera es la más importante. Al menos es la impresión que pueden dar algunos celebrantes.
Resulta que el celebrante dedica veinte minutos a la homilía y diez escasos a toda la liturgia eucarística. Esta parte de la misa está debidamente determinada. No se pueden añadir ni acortar sus partes. Sí se puede elegir la plegaria eucarística. Se ha recomendado la tercera los domingos no porque no se pueda decir la primera, que es la más larga, sino porque hay una tendencia a emplear la segunda, que es brevísima. Y entonces resulta que después de tiempo y tiempo hablando en la homilía, se llega a la parte fundamental, la esencial, donde se renueva el sacrificio redentor de Jesucristo, y se resuelve en cinco minutos.
Benedicto XVI ya advirtió que la homilía no debía pasar de los 10 minutos. Y, en el caso de las misas entre semana, como es bastante frecuente, deberían ser 2 o 3 minutos, suficientes para subrayar una consideración útil para los fieles. Pero en la liturgia eucarística debe primar un clima de recogimiento, de cuidado de lo mínimo, de favorecer la piedad, que depende, en gran medida, del cuidado y la devoción del celebrante.
Vamos a misa para celebrar, para participar, para manifestar que tenemos alma sacerdotal. Por lo tanto, que queremos unirnos al sacerdote, ofreciendo nuestra vida en unión con Cristo que se ofrece por nosotros. Es lo más grande que podemos hacer en nuestra vida. Y, por eso, hay muchos fieles que no se conforman con “cumplir” una obligación dominical sino que participan del sacrificio eucarístico a diario.
Es emocionante comprobar la cantidad de fieles que asisten cada día a misas tempraneras, a la 7:30, por ejemplo, para poder ir después a sus trabajos o a llevar a los niños al cole. No tiene sentido para ellos la frase, todavía presente en el Catecismo, de que hay obligación de oír misa todos los domingos. Es otra cosa, es saber, es piedad, es buscar la gracia del sacramento en el día a día para poder vivir siempre en cristiano.
Ángel Cabrero Ugarte