Pienso que muchos lectores coincidirán conmigo en que las primeras frases de un texto son muy importantes, pues marcan la pauta de lo que sigue e influyen en el ánimo para seguir o no seguir leyendo.
Hay inicios emblemáticos como los del Génesis, del Evangelio de San Juan, de la Ilíada, de la Divina Comedia o del Quijote, de sobra conocidos. Exagerando un poco, casi me atrevo a decir que, si un texto empieza bien, es difícil que luego fracase.
Uno abre Moby Dick y lee: “Me llamo Ismael.”, y estas tres palabras lo arrastran a meterse en la gran novela de Herman Melville. Lo mismo sucede, por poner otros ejemplos, con el famoso cuento de Clarín ¡Adiós, Cordera!: “Eran tres, siempre los tres, la Rosa el Pinín y la Cordera.”, o con el arranque de Lejos de África de Isak Dinesen: “Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong” o con el comienzo de El camino de Miguel Delibes. Recientemente me he topado con las primeras frases de La estepa infinita de Esther Hautzig: “Aquella mañana, cuando el maravilloso mundo en que vivía llegó a su fin, no regué las lilas que había junto al estudio de mi padre”. Son frases que nos atrapan, nos interpelan y nos empujan a seguir leyendo.
No me refiero solo al texto narrativo, pensemos en el comienzo de la Coplas manriqueñas (“Recuerde el alma dormida…”) o en el de la Epístola moral a Fabio, una de las cumbres de la poesía barroca (“Fabio, las esperanzas cortesanas / prisiones son do el ambicioso muere, / y donde al más activo nacen canas”) o de Don de la ebriedad de Claudio Rodríguez (“Siempre la claridad viene del cielo”) o en el primer punto de Camino del fundador del Opus Dei, que a tantas personas ha removido profundamente; o incluso en este texto sacado de un artículo periodístico: “Los anuncios de Volkswagen me han resultado siempre inspiradores por su 'humor inteligente'” (Joan Fontrodona: “La Vanguardia”, 8 de octubre de 2015).
La lista sería interminable y cada lector podrá añadir sus preferencias, pero no cabe duda de que un buen arranque facilita la captatio de la que hablaban ya los clásicos.
Luis Ramoneda