Los semblantes callejeros

 

Viviendo en cualquier ciudad más o menos grande puede ocurrir que uno se mueva casi siempre en su coche, porque tiene donde aparcar, o que se mueva en medios públicos, o que dedique un tiempo importante a caminar por la calle. Esto último tiene algunas ventajas que los otros no tienen. Cruzarse por la calle con la gente es todo un aprendizaje de no poco valor.

Cuántas cosas se ven en la calle. Sobre todo cuántas personas, porque cosas hay que llaman la atención pero nunca tanto como los semblantes. La riqueza en la tipografía del viandante es extraordinaria. Casi siempre podríamos reducirla a las caras, pero también, a veces, hay otros aspectos que enseñan sobre la persona, cómo son los modos de vestir, cómo es la tecnología utilizada, cómo son las prisas.

Pero los rostros son infinitos. No hay dos iguales y, lo que es más importante, como son distintos, cada uno enseña algo. Enfado, cansancio, preocupación, vanidad, inquietud, prisas, aburrimiento, alegría, paz, caridad. Incredulidad o fe.

Tengo esa ventaja. Al ir correctamente vestido como sacerdote puedo detectar, a veces de modo nítido, la distancia con lo sobrenatural o la cercanía. Es notorio y me hace mucha gracia los descubrimientos, las apariencias. Las espontaneidades. Eso es especialmente notorio en las personas creyentes. Ven a un sacerdote y le saludan como si lo conocieran de siempre, pero sobre todo se nota un cierto tono de alegría.

Se podría decir, incluso, que se puede llegar a una medida o porcentaje de práctica religiosa en una ciudad determinada o en un barrio concreto, solo con ver las caras. Esa persona que habitualmente asiste a la misa dominical o a diario tiene una sonrisa amable para el sacerdote. A veces un saludo patente, y si es un sudamericano le pide al sacerdote que le bendiga.

 Si es una persona que no practica puede hasta poner mala cara cuando ve a un sacerdote, pero sin llegar a eso, sí se nota que le sale por una friolera encontrar a un ministro sagrado por la calle. Incluso, un poco le molesta. Como si lo religioso no debiera tener sitio en las calles de la ciudad. Es indudable que quien piensa así le cuesta no manifestarlo.

Y luego están los que ni fu ni fa. Les da todo igual y ni hacen un guiño ni un mal gesto. Quizá el peatón ocasional no observe nada de esto. El viandante habitual, ese a quien le va bien hacer unos buenos trayectos por la acera, para coger un metro más útil que el que tiene cerca, si es un poco observador se da cuenta de cómo es la gente. Como es el peatón que se encuentra. Si es amable, si está acelerado, si tiene una angustia. Pero si ve a una religiosa le llama la atención, porque el atuendo es inconfundible.

A un sacerdote puede verle o no verle, porque hay sacerdotes a quienes se les ve claramente y desde lejos y otros a quienes no les reconoce como tal ni su mejor amigo. No deja de ser una pena. Pero de la misma manera, por los rasgos exteriores vemos las diferencias: si es una abuela feliz, si es una madre de familia numerosa, si es un deportista.

Vemos, juzgamos, aprendemos, agradecemos, encomendamos, servimos, porque la vida peatonal tiene mucha vida.

Ángel Cabrero Ugarte