Matrimonios jóvenes

 

Una de las manifestaciones más notorias de la decadencia humana y cristiana de nuestra sociedad es la edad en que ahora se casan la gran mayoría de los que se llegan a casar. Hace no tantos años la inmensa mayoría de los quienes contraían matrimonio eran jóvenes, de 25, 26 o 27 años. A veces antes incluso. Ahora nos encontramos con que la mayoría se casan con más de 30 años. Y estamos hablando de los que se casan, o sea hombres y mujeres que aún tienen una idea cristiana de la unión conyugal.

Hay muchos que  ni siquiera se casan. Viven juntos, pero sin ningún compromiso. Obviamente esto lleva consigo que no tienen hijos. Y si los tienen, pobres niños, nadie sabe qué será de ellos. Este es uno de los motivos más importantes del acusado descenso de la natalidad en nuestro país.

Y entre los que se casan, quienes tienen una idea natural y cristiana de lo que debe ser la unión entre hombre y mujer, indisoluble y como sacramento cristiano, en una gran mayoría terminan casándose tarde. ¿Motivos? Con gran frecuencia económicos. Mantener una familia, comprar o alquilar una casa, vivir con cierta soltura, lleva consigo mucho gasto y, por lo tanto, es necesario que marido y mujer tengan un trabajo bien remunerado. Y esto no es fácil a la primera de cambio.

Así las cosas, cuando esos jóvenes que llevan ya un tiempo considerable de noviazgo deciden que pueden casarse resulta que no hay tiempo ya para tener hijos. Dejando a parte ya el hecho de que muchos han tomado la decisión de conformarse con la parejita. Bueno, teniendo tres se accede a los beneficios de la “familia numerosa”, así que puede merecer la pena el esfuerzo.

Si además nos encontramos con muchos que ni han pensado en casarse y, por lo tanto, mucho menos en tener hijos, a lo que nos enfrentamos es a una sociedad envejecida, con pocos niños, con muchos ancianos, lo cual, a largo plazo, y no tan largo, supone un problema grande para el Estado. Es una multitud de jubilados quienes están viviendo de los fondos públicos.

Por eso, y por otros muchos motivos, nos produce tanta alegría encontrarnos familias jóvenes. Existen. No pocas aunque no suficientes. Pero te las encuentras y conoces a los hijos, que no son dos sino cuatro, cinco o seis. Y se palpa, a simple vista, que es otro ambiente. Los niños cuando crecen rodeados de hermanos son mucho más generosos. Eso se aprende en esos ambientes. Es muy difícil que los hijos no crezcan egoístas en familias de dos niños. No es imposible, pero lo padres deben estar especialmente atentos en su educación.

No es fácil encontrar familias numerosas, pero existen y son focos de admiración, de alegría en las familias, de ambiente amable en los colegios, de generosidad. La generosidad entre los niños solo es posible en la convivencia habitual. Los mayores, en cuante crecen un poco, son capaces de ocuparse de los pequeños, de ayudarles. Eso supone una madurez anticipada que es de gran valor para la sociedad y para la Iglesia.

Solo verlos por las calles o en los parques; al salir del colegio o en el deporte, se nota esa diferencia, esa madurez de quien convive con otros hermanos.

Ángel Cabrero Ugarte