Los contrastes en nuestra sociedad son muy grandes, la diversidad de situaciones humanas es sorprendente, el abismo existente entre los que viven en todo momento pensando en tener más, comprar, enriquecerse, y los que apenas tienen para comer, para mantener un miserable piso compartido con varias personas más para costearlo, es vergonzoso. El problema más habitual es que los primeros no se asoman para nada al mundo de los segundos.
Es más, les molesta encontrarse con un hombre andrajoso, sentado en una esquina confiando en que le llegue alguna limosna. Más de una vez he escuchado la excusa de quien asegura que ese miserable pobre se está aprovechando de nuestra caridad. El hecho es que no es capaz de darle ni cincuenta céntimos. Y acto seguido entra en el bar de la esquina por una necesidad o por un capricho.
El problema es que nos convertimos en duros inmisericordes. Miramos para otro lado, todo por no dar un euro a un necesitado. En ningún caso podemos juzgar a quien pasa y no da nada, porque quizá sí le ha dado algo a otro que está un poco más allá. O porque un día sí das algo a este, pero no siempre, no todos los días. Cada uno sabrá. Pero da pena el comentario despectivo, “este es un caradura que…”.
Saint-Exupéry, escribía: “Viejo burócrata, compañero mío aquí presente, nadie te ha permitido evadirte y tú no eres responsable de ello. Has construido tu paz a fuerza de bloquear con cemento, como lo hacen las termitas, todas las salidas hacia la luz. Te has enroscado en tu seguridad burguesa, en tus rutinas, en los ritos sofocantes de tu vida provinciana”[1]. La seguridad burguesa, la insensibilidad de cierto egoísmo “justificable”, porque son los hijos, son los pequeños o grandes apuros…
Pero habría que volver, de cuando en cuando, sobre qué es eso de la misericordia. Jesús Montiel escribe: “Una ventana encendida se parece mucho a la misericordia”[2]. Y la verdad es que en esta sociedad nuestra echamos en falta quizá más ventanas encendidas. Más chispas de misericordia, porque si no quedamos atrapados por unos tremendos muros de egoísmo como fosos de defensa, en donde se alberga una tristeza fría.
También Saint-Exupéry escribe: “Los hombres caminamos durante mucho tiempo juntos, pero encerrados en nuestro propio silencio, o intercambiando palabras que no transfieren nada. Más cuando llega la hora del peligro, entonces nos ayudamos unos a otros. Comprendemos que formamos parte de la misma comunidad. Crecemos al descubrir otras conciencias. Nos miramos y sonreímos. Nos sucede lo que a ese prisionero liberado que se maravilla ante la inmensidad del mar”[3].
Qué distinta es la vida cuando hay cercanía, cuando existe cierta comprensión hacia la situación de los otros, cuando estamos dispuestos a dar. Debemos estar vigilantes para no caer en esa situación penosa de cerrazón, de defender lo mío a costa de cualquier esfuerzo.
Ángel Cabrero Ugarte
[1] Antoine de Saint-Exupéry, Tierra de los hombres, Ladera norte 2023,
[2] Jesús Montiel, Lo que no se ve, Pre-textos 2020, p. 12
[3] Saint-Exupéry, idem.