El crítico ideal sería aquel que fuera capaz de leer todos los libros que se publican, lo cual resulta imposible evidentemente, pues solo en España se editan más de cincuenta mil al año. Por lo tanto, cualquier crítico está sometido a múltiples presiones y condicionamientos: a las decisiones de quienes marcan las pautas de la empresa mediática o cultural para la que trabaja; a la publicidad, influencia e incluso a los intentos de coacción ejercidos por las editoriales, que se dan a veces; a los canales de información sobre libros de que disponga, a las librerías que frecuente y también a los favores que le pidan autores amigos… E indudablemente a sus propias limitaciones, porque nadie puede saber ni opinar acerca de todo ni dispone de tiempo para lograrlo.
Unas veces se le encarga directamente la crítica de determinada obra, otras ha de decidirse por un título y dejar otros. No cabe duda de que son gajes del oficio ni de que, de entre estas lecturas más o menos impuestas, se tendrá que enfrentar a libros buenos, mediocres y malos; y renunciar por falta de tiempo a otras lecturas apetecibles.
A pesar de todo, la experiencia de bastantes años me dice que, si uno trata de mantener determinados principios y cierta independencia, suelen ser pocos los libros que preferiría no haber tenido que leer. Por lo tanto, puedo afirmar que, a pesar de tantos condicionamientos, el ejercicio de la crítica me ha facilitado el encuentro con muchos autores y libros valiosos que quizá de otro modo no habría conocido.
Sin embargo, resulta relajante –y pienso que necesario– leer de vez en cuando determinada obra “por el puro gusto de leer, por amor invencible al libro”, como dice Pedro Salinas en El Defensor, trabajo memorable y repleto de sabiduría, que recomiendo vivamente. Es decir, leer sin ninguna contraprestación, sin necesidad de tener que dar cuenta a nadie –excepto a los amigos– ni de ejercer la crítica, simplemente leer y disfrutar y enriquecer el espíritu, que no es poco.
Luis Ramoneda