No todos los libros se leen de la misma manera. Cuando éramos niños, leíamos en cualquier sitio y de cualquier modo, incluso sentados o echados en el suelo de baldosas, en verano, con el pan con chocolate cerca, que dejaba huellas en las páginas de Tintin, de Salgari, de Verne… Hay a quien le gusta leer en la cama, pero, con el paso de los años y con los achaques que se van manifestando en los huesos, articulaciones y en los ojos, uno ha de buscar un asiento adecuado y una edición con un tamaño de letras que no lo obligue a forzar excesivamente la vista… Recuerdo que, hace años, me llamaba la atención una anciana mujer que, sentada en un rincón de la plaza madrileña de Callao, se pasaba horas leyendo sin necesidad de usar gafas.
Una novela policíaca suele ocasionar un ritmo de lectura acelerado, porque el lector desea conocer el desenlace, desvelar el misterio, por esto se puede leer en cualquier sitio, en el metro, en el autobús, en una sala de espera, ya que la tensión de la intriga nos aísla fácilmente del entorno, aunque sea bullicioso.
Un poemario requiere sosiego, se leen e incluso se releen unos versos, se deja el libro para volver más tarde, porque la prisa es enemiga de la poesía, aconsejo leerla sentado delante del fuego del hogar –un bien cada vez más escaso– o en un banco de un parque con buen arbolado o en un acantilado sobre el mar o en la cumbre de una montaña… Hay libros que requieren papel y lápiz, para asimilar bien la lectura o para tomar algunas notas o copiar un fragmento que algún día tal vez usemos como cita en un artículo, en una conferencia, en una clase, en un trabajo...
Ocurre también que hay obras que nos duele que se acaben. A mí me pasó, por ejemplo, con Guerra y paz, porque me había identificado tanto con los personajes que me costaba dejarlos o no saber más acerca de ellos. Suele suceder también con personajes secundarios de las novelas de Dickens, que era magistral en este punto. Y no digamos con el Quijote, probablemente por esto ha tenido tantos imitadores y continuadores a lo largo de los siglos; el último, Andrés Trapiello con Al morir don Quijote y El final de Sancho Panza, dos buenas novelas. Contaba mi padre que, en Cervera, donde nací y viví hasta los cinco años, había un vecino bastante estrafalario que añadió un capítulo a la inmortal novela cervantina, porque don Miguel, al narrar el viaje de don Quijote y Sancho a Barcelona, había omitido el paso del hidalgo y su escudero por la ilustre ciudad de la Segarra ilerdense.
Están también los libros que uno no termina, porque lo defraudan, le disgustan, le resultan insoportables o inasequibles, y abandonar la lectura es uno de los derechos del lector. Pero ocurre también que hay autores que por algo quizás atávico, o vaya uno a saber por qué, nos resultan antipáticos y decidimos prescindir de ellos, aunque no haya ninguna causa objetiva. Aunque también sucede lo contrario, libros que nos atraen por el apellido del autor, por el título, por la portada… Así descubrí a Joseph Roth. La experiencia me dice que un buen lector suele tener cierto olfato, cuando llega el momento de decidirse por leer determinada obra o por rechazarla, y que rara vez le dan gato por liebre.
Luis Ramoneda