Nicolás de Cusa (1401-1464) es uno de esos personajes históricos que están a caballo entre dos épocas, por lo que reune a la vez las características del final del medievo y el comienzo del hombre renacentista. Cardenal y obispo, sabio y erudito, canonista, filósofo y teólogo, legado pontificio para aplicar las actas del concilio de Basilea (1432), que en 1437 viajó a Constantinopla para propiciar la unión de los griegos ortodoxos con la Iglesia de Roma en lo que sería el Concilio de Ferrara-Florencia. El fin de su vida lo explicita él mismo en una de sus obras más importantes, la de la búsqueda de Dios: “El hombre ha venido al mundo para que busque a Dios y, una vez lo haya encontrado, arraigue en él y arraigado en él, alcance la paz” .
Precisamente, esa rectitud de intención hace que sea tan importante la paz interior del que busca hacer las cosas por amor a Dios. Es bien conocida la frase que el Papa Pio II (Eneas Silva Picolomini) le espetó cuando le consultó irse de la Curia romana y buscar refugio en un monasterio: “ Si buscas la paz debes separarte ante todo de la insaciabilidad de tu espíritu”. Precisamente, fue en el espacio interior, donde finalmente se retiró el cusano: una elipse con dos puntos focales: la fe y la contemplación.
Como intelecual, su primera gran obra fue “De concordantia catholica” (1433). Obra de un cardenal, jurista y reformador. Todavía era conciliarista por lo que situaba junto al Papa, cabeza de la Iglesia, al colegio episcopal. De ahí que el concilio universal sea, para él, la más perfecta representación de la unidad de la Iglesia.
De su conversión a la filosofía brotan sus obras “De docta ignorantia” y “De coniecturis” (1439-1440). En ellas estudia las relaciones entre Dios, el mundo y el hombre: “el conocimiento humano es un camino infinito hacia una verdad a la que nos acercamos más o menos sin llegar jamás a adecuarla en absoluto”. En el segundo desarrolla una metafisica de matiz neoplatónico en torno a la idea de la unidad.
La caida de Constantinopla impresionó al cusano y le llevó a escribir un tratado “De pace fidei” (1453), en el que buscaba la unidad de las religiones. De manera dialogada, como se escribía en la época, reunía ante Cristo a los representantes de todos los credos, razas y naciones para que dialogen. Así, va mostrando que la verdad completa está en el cristianismo y que todos deberían llegar a creer en la Trinidad y en la plenitud de la revelación traída por Jesucristo, aunque hubiera variedad de ritos en la liturgia.
Poco después escribirá el “Cribatio Alchorani” (1461) donde muestra que quitada la paja, el Corán contiene mucho grano, es decir, que contiene la esencia del cristianismo, puesto que contiene a Jesucristo, aunque debido a la tergiversación nestoriana que Mahoma recibió, se requiera que reconozcan a Jesucristo como Dios verdadero y su muerte redentora en la cruz. Muestra una gran confianza en fuerza de convicción de la verdad cristiana. Así escribe a Juan de Segovia: “Si escogemos atacar con la espada de la invasión, tenemos motivos para temer que por herir con la espada, muramos también con la espada (Mt 26,52). En cambio, con estas conversaciones amansaremos su fanatismo y la verdad se mostrará por si misma para acrecentar nuestra fe”.
José Carlos Martín de la Hoz
Eusebi Colomer, De la Edad Media al Renacimiento. Ramón Llull, Nicolás de Cusa, Juan Pico della Mirandola, ed. Herder, Barcelona 2012,