Seguramente todos tenemos experiencia de lo agradable que resulta encontrarse con una persona que te pide perdón. Cuando vas por la calle, cuando vas a entrar en un comercio, cuando vas a subir a un medio público de transporte, puede ocurrir que haya un pequeño choque, por las prisas, porque el autobús se iba, y entonces la persona con quién chocas, aunque sea una situación pequeñísima, de muy poca importancia, te pide perdón, no con mala cara, porque el que tiene mala cara no suele pedir perdón, sino con una sonrisa amable, como diciendo: voy un poco acelerado.
Creo sinceramente que, aunque uno no fuera demasiado propenso a estas actitudes, se aprende sin duda de los demás, porque es amable ese modo de ser, porque somos conscientes de que si en la sociedad todos fuéramos así las cosas se verían de otra manera, y nos daría gusto ir por la vida, aunque fuera con prisas, y aunque estemos cansados.
Pero hemos de reconocer que la actitud habitual de pedir perdón no es una cuestión sencilla. En realidad, es una actitud que supone humildad. Se dice pronto, pero eso de ser humilde no es algo que se lleve demasiado, no es algo que salga fácil, resulta mucho más inmediato el arranque de soberbia. Por eso se me ocurre que merecería la pena que nos lo pensáramos dos veces, es decir, reflexionar un poquito sobre cómo es nuestra tendencia en el trato con los demás, en el trabajo, en casa, en la calle…
Ese modo de vivir tiene mucho que ver también con el modo en que nos acercamos al sacramento de la penitencia. Obviamente estoy pensando en personas cristianas que tienen una cierta formación y conocen la realidad espléndida de los sacramentos, o personas que, de un modo habitual asisten a misa los domingos. Sería el punto de partida para pensar en que tenemos un sacramento que nos perdone los pecados.
Hay algunas iglesias en donde cualquier fiel que asista al sacrificio eucarístico un domingo se puede encontrar con la experiencia de la penitencia, porque hay sacerdotes confesando, porque hay colas de penitentes. Esto a veces es suficiente para que alguno se decida acercarse por fin, después de cierto tiempo, a pedir perdón.
Aquí es donde habría que hacer alguna advertencia o pensar un poco en cómo hacemos las cosas. Acercarse a confesar los pecados supone arrepentimiento; solo con esa actitud de ser consciente de haber hecho cosas mal se puede uno presentar en toda regla ante el sacerdote, confesando sus pecados y manifestando el deseo de ser absuelto.
Y lo digo porque siempre cabe el peligro de confesarse por salir del paso. Porque lo veo muy a mano y es fácil, porque me vendría bien en general para estar más cerca de Dios; pero a veces también porque en tal circunstancia o tal otra quisiera comulgar. Por lo tanto, podría haber una serie de reflexiones exteriores que puedan impedir una profundización en la gravedad del pecado y por lo tanto una actitud de autentico arrepentimiento y un deseo sincero de cambiar en ciertas actitudes para que nos perdonen.
Por lo tanto, el perdón, pedir perdón, es fácil en las situaciones de las que hablábamos antes, por una cuestión mínima de modo de hacer, de modo de comportarse. Pero hay que pensarse las cosas dos veces cuando pedimos perdón por cuestiones más habituales y más graves; más de fondo. ¿Hay arrepentimiento? ¿Verdaderamente voy a que me perdonen? A que Dios me perdone.
Ángel Cabrero Ugarte