Airedín es el mendigo de la esquina, un muchacho rumano de trentaitantos. Le saludo y de vez en cuando le doy una limosna. También hemos hablado de algunas cosas del por qué está ahí y cosas parecidas. Poco, porque no maneja muy bien el idioma. Creo que lo que más le gusta es que me sepa su nombre y que le salude nominalmente. ¿Por qué está ahí y no busca trabajo? No lo sé ni le he preguntado. Me huele un poco a mafia porque tiene un lugar asignado que no abandona. Pero con organización o sin ella, es una persona.
Me parece que ayuda mucho, cuando se habla de refugiados, conocer personalmente a alguno. Cuando nos paramos con un muchacho, con una mujer mal vestida, ya no tenemos un problema de emigrantes. Vemos un problema con nombre propio y, mientras no pueda hacer más que darle alguna limosna, al menos no me quedo al margen.
Estando en El Líbano -he estado en tres ocasiones en épocas distintas- entiendes mejor, por historias que te cuentan más de cerca, cual es el problema de los refugiados, porque no es fácil hacerse a la idea desde lejos. Ocurre con bastante frecuencia que hay personas de todo tipo y a veces familias enteras, que no pueden permanecer en Siria. Hay muchas historias narradas con bastante detalle. Es verdad que también hay emigrantes que simplemente buscan una vida mejor, como puede ocurrir con muchos marroquíes.
En el libro de Isabel Sánchez se afirma: “Cada minuto, veinte personas están obligadas a huir de su hogar, por persecución o conflicto y, una a una, suman los 65 millones y medio de desplazados, y los 22 millones y medio de refugiados esparcidos por el globo. Miles -especialmente mujeres y niños- se encuentran atrapados en las redes de trata de personas que conducen hacia la esclavitud moderna: el trabajo forzoso o la explotación sexual” (p. 38). Es muy fuerte, pero es verdadero.
Ante estos problemas cada uno debe pensar en qué puede hacer. Y es bastante normal llegar a la conclusión de que no es fácil hacer casi nada. Hay un problema lógico de cierta comodidad o de no querer complicarse la vida. Porque una acción de este tipo es complicada.
A mí me ha servido lo que se dice en “Mujeres Brújula”: “Humanizar nuestro entorno, convertirlo en un hábitat acogedor para todos, comienza por una mirada amorosa, y el impulso de esa mirada nos lleva a limpiar la polución de nuestras relaciones; comenzando por restaurar nuestro pensamiento, nuestros deseos en nuestro lenguaje. Son las palabras y los gestos los ladrillos que nos permiten tender puentes hacia los otros o, por el contrario, herir y maltratar” (p. 40).
Al final lo importante es saber comprender a las personas, saber mirar a cada uno como lo que es, aunque no tengamos idea muy clara de por qué ha venido, cuál es su historia. Normalmente con un poco trato se llega a saber, y entonces ya es más fácil mover ficha. “Ningún refugiado es tan sólo un refugiado. Animo a considerar la profundidad y el valor de cada persona, pues sólo así se devuelve de carácter personal a los titulares o términos el sociológicos” (p. 41).
En el fondo es mirar un poco más allá de las paredes de mi casa, un poco más allá de los límites de mi ciudad, un poco más allá de las fronteras de mi país, para saber que hay gente necesitada.
Ángel Cabrero Ugarte
Isabel Sánchez, “Mujeres brújula”, Espasa 2020