Y pasaron los Reyes y terminó la Navidad. Es un broche final poco sobrenatural, muy teñido de la emoción de “a ver qué me cae”, si es que hay alguien que tenga intención de regalarme algo. Un ambiente final de estas fiestas, tradicionalmente familiares, que puede resultar para los hijos un tanto prosaico, alejado del clima íntimo del belén y de la historia sagrada, aun cuando los supuestos protagonistas sean aquellos magos venidos de Oriente para adorar al rey de los judíos.
Y se comprueba con demasiada frecuencia que son los padres y los abuelos, a partes iguales, quienes colaboran a que se pierda el aire místico, entrañable, de la Navidad, pasando a un clima de egocentrismo, de que el niño piense en sí, en su regalo, en qué le traerán los reyes. Y luego además se demuestra que no se quedaron cortos en sus deseos porque llegó incluso más de lo que esperaban.
Y se acumulan los juguetes, se amontonan desordenadamente y se dejan de usar los que estaban en perfecto estado hasta unos días antes, y el niño se deja llevar por el capricho. Y los padres, también los abuelos, son ciegos al desorden emocional que supone, a la tendencia a la avaricia que están alimentando en sus hijos, a la destemplanza que se apodera del ambiente familiar. No se dan cuenta del mal que se les podría llegar a hacer a los hijos.
Decía el cardenal Sarah (“Se hace tarde y anochece”): “Creo que debemos recobrar el sentido de la moderación. Me sorprende que en los países ricos uno ya no sepa disfrutar y pasarlo bien de un modo sencillo. La felicidad no pasa necesariamente por el exceso, la desmesura, el derroche de medios. La templanza cristiana se manifiesta en los placeres familiares sencillos y sobrios. Desgraciadamente, las tecnologías modernas de la comunicación, que difunden imágenes cada vez más exuberantes, generan deseos y envidias” (p. 377).
Es un peligro serio que puede ocurrir hasta en las mejores familias, porque hay una ceguera para entender que no es cariño siempre el dar. Queremos tener contentos a los niños y les damos de todo, y les convertimos en caprichosos, insolentes, egoístas. No es fácil hacer ver esto a muchas familias, entre otras cosas porque casi nadie se atrevería a decirle a un amigo, a un hermano, a un cuñado: “oye, que estáis maleducando a los niños”. Pocos de los que pueden verlo de cerca se atreverán a decirlo, lo cual no deja de ser una cobardía, aunque desde luego no es una papeleta fácil.
Antonio Basanta (“Leer contra nada”) explica: El mejor regalo que los padres podemos hacer a nuestros hijos es el de tiempo y palabras. (“Entre tener tiempo y tener cosas, hemos optado por lo segundo”, comenta con cierta amargura Gabriel Zaid). Tiempo de calidad y palabras de calidad. Ambos alcanzan su pleno valor porque proceden de afecto más sincero y lo expresan. Todo queda ya impregnado de su aroma, de la ancestral sabiduría del amor. A la vida venimos principalmente a querer y a que nos quieran. O a aprender ambas cosas” (p. 141).
Esto no se lleva. Vemos con bastante frecuencia el déficit de dedicación de tiempo por parte de los padres, porque tienen que ganar mucho dinero y están muy azacanados en sus cosas como para estar con los hijos. Y los contentan con juguetitos. Son las grandes lacras de la educación con demasiada frecuencia.
Ángel Cabrero Ugarte
Card. Robert Sarah, Se hace tarde y anochece, Palabra 2019
Antonio Basanta, Leer contra la nada, Siruela 2017