Desde el Concilio Vaticano II y la llamada universal a la santidad preconizada en la Constitución Dogmática “Lumen Gentium”, la teología espiritual de finales del siglo XX ha alcanzado un sentido épico que no ha dejado de influir no solo en la teología dogmática y en la exégesis de la Sagrada Escritura, sino en la propia pastoral de la Iglesia Católica.
De hecho, en el último gran documento de san Juan Pablo II, “Novo Milenio ineunte”, publicado poco tiempo antes de morir, de marchar a la casa del cielo, proclamaba el Romano Pontífice a los cuatro puntos cardinales que la pastoral de la Iglesia del siglo XXI, habría de ser la pastoral de la santidad.
En definitiva, se trataba de culminar el gran movimiento litúrgico y patrístico que confluyó en el Concilio y, por tanto, impulsó la vuelta a la centralidad de Jesucristo que constituye la substancia de toda la patrística y que se refleja en los sermones y catequesis mistagógica desde Cirilo de Jerusalén, Gregorio de Nisa, hasta san Juan Damasceno.
Evidentemente, el hombre ha sido creado para amar y es en el amor y en la relación de caridad con Dios y con los demás, donde verdaderamente maduran las personas, se desarrollan, alcanzan la plenitud.
La energía de la libertad, uno de los grandes dones que Dios ha entregado al hombre, no se entendería si no tuviera como objetivo primordial la entrega hasta el extremo a Dios y a los hombres, en correspondencia con la extrema redención operada por Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
Por eso, como afirmaba Benedicto XVI en los primeros compases de su “Deus caritas est”, la primera de sus Encíclicas: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna» (Io 3,16). La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud” (Deus Caritas est, n.1).
Así pues, no basta con amar a Dios y a los demás poco o mucho, es necesario poner toda la energía de la libertad en juego, pues como tantas veces hemos meditado: “la medida del amor a Dios es amarle sin medida”.
Es divertido recordar como a San Josemaría se le llevaban los demonios cuando pensaba en el hombre del evangelio que recibía un talento, el amor de Dios, y lo enterraba para preservarlo y dejarlo a resguardo, mientras continuaba sin hacer nada, matando el tiempo, sin poner en juego la libertad (n.46, p, 271).
José Carlos Martín de la Hoz
San Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, edición crítica-histórica de Antonio Aranda, ediciones Rialp, Madrid 2019, 955 pp.