La reciente elección del Papa Francisco y el nombre
escogido para el ejercicio del ministerio Petrino han
marcado ya la acción pastoral del nuevo Pontífice y los sucesivos gestos que ha
llevado a cabo.
Retrocedamos
en la historia, a comienzos del siglo XIII, para glosar algunas facetas de la
extraordinaria figura de San Francisco de Asís (1186-1226), uno de los santos
más venerados de la historia de la
Iglesia y, a la vez, más coherentes con la radicalidad
evangélica del mandamiento del amor al que está aludiendo constantemente el
Papa Francisco.
Francisco,
hijo de un rico comerciante de la
Umbría en el centro de Italia, vivía alocadamente sus años de
juventud, ante la mirada de su padre, que confiaba que terminara por sentar la
cabeza y pudiera sucederle en sus negocios.
Era el
tiempo de las cruzadas y del espíritu de caballería. Francisco, como otros
jóvenes de su tiempo, lleno de entusiasmo juvenil, quiso ser amado caballero
para luchar por el triunfo del espíritu frente a todos los obstáculos y vencer
la opresión, la pobreza y la
injusticia. Los trovadores cantaban las hazañas de los
caballeros mientras comenzaba a resurgir el comercio y la burguesía.
Pero
Dios quería que Francisco con su gracia y su ayuda despertara el amor y la
caridad en aquella sociedad llena de sufrimiento, dolor y pobreza. Y empezó a
llamar al corazón de Francisco, un corazón impetuoso, para que creciese en la
caridad.
Después
de un tiempo de enfermedad y cárcel, donde pudo meditar y repensar su existencia,
llegó el año 1204. En otoño había
recuperado parte de su vigor físico, pero no hallaba remedio para su apatía. El
vacío de Dios, se acabó convirtiendo también en el vacio
de la amistad y del amor: se aburría de sus amigos y de su hedonismo.
La transformación del alma de San
Francisco se fue produciendo mediante sucesivos encuentros con Dios. El
definitivo tuvo lugar mientras el santo paseaba entre las ruinas de la iglesia de San Damián: "Mirando con ojos en lágrimas a la cruz del
Señor, oyó con sus oídos corporales una voz dirigida a él desde la misma cruz,
que decía por tres veces: «Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves, se
está destruyendo totalmente»". Francisco pasó a depender de la misericordia
divina.
Esa es
esencialmente la pobreza de espíritu que vivió para siempre San Francisco y que
se fue alimentando en sus diarios ratos de conversación con Dios, en el calor
de la oración confiada. Desde entonces se puso en camino y, dejando todas las
cosas, siguió a Jesucristo con la mayor radicalidad evangélica. Reconstruir la
casa de Dios no sólo consistió en reparar los tejados de una iglesia, sino
sobre todo fue llenar el mundo y la
Iglesia de amor.
Como decía el Papa Francisco en la
homilía de la Santa Misa
con la que dio comienzo su pontificado: "Pero
la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que
tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a
todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos
dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener
respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es
custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor,
especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a
menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón".
José Carlos Martín de la Hoz
L. PÉREZ SIMÓN,
O.F.M, San Francisco
de Asís, ed. Edibesa, Madrid 2010, 250 pp.