Santos y milagros del siglo XXI

 

Algunos autores antiguos nos han narrado cómo los apóstoles junto a María la Madre de Jesús, en aquellos días previos a la venida del Espíritu Santo, se dedicaron hablar con Jesús de nosotros, de los que vendríamos después, en el trascurso de los siglos hasta el final de los tiempos.

También le hicieron la pregunta acerca del programa de formación, el temario por dónde empezar. La conclusión sencilla: contar “lo que hemos visto y oído” (Act 4, 20), es decir contagiar el impacto de lo sobrenatural y el amor de Dios que recibieron de Jesús.

Así pues, el símbolo de los apóstoles que recitamos en la Misa del domingo resume “lo que se ha creído por todos, en todas partes y en todos los tiempos hasta nuestros días”. Dentro del símbolo, se habla del dogma de la comunión de los santos, que es en definitiva el tema de nuestra conversación de hoy.

Hace unos días estaba en la mítica reja del monasterio de la encarnación de Ávila junto a las 28 religiosas de la comunidad. Les explicaba que todos los cristianos estamos llamados a que el día de nuestro fallecimiento, el tema de conversación de los que vayan al velatorio sea recordar cómo, con la gracia de Dios, fuimos realmente modelos para el pueblo de Dios.

Es decir que los comentarios acerca de la santidad de vida brotan naturales: “¡Hay que ver lo santo que era este hombre! ¡Con aquellos problemas, con aquellos hijos…!” Entonces, alguien de los presentes, mirando al suelo con un poco de vergüenza añadirá: ¡Pues yo le he rezado y me ha encontrado el móvil! Es decir, junto a los testimonios de fama aparecerán los favores.

El dogma de la comunión de los santos ha sido recordado recientemente por el papa Francisco, en su Exhortación “Gaudete el exultate” (2018): cuando nos hablaba de acudir a la intercesión de los santos cercanos, de barrio, de proximidad, de la puerta de “al lado”.

Es capital, por tanto, como les decía a las carmelitas, caer en la cuenta de que, si no les pedimos cosas, si no leemos sus vidas, si no traemos a nuestra vida la necesidad de acudir a los santos, pues sucederá, como diría la Madre Teresa que “se engolfan en la visión beatífica y no nos hacen ni caso”.

Así pues, lo que Dios nos pide es que ejercitemos la fe constantemente: pedir ayuda para encontrar algo, para no distraerse en la oración, para atreverse en el apostolado, para sonreír cansados.

Un día, nos atreveremos a pedir de rodillas con aquella familia de Vallecas con toda humildad y seguridad: “Dora la lavadora” y a la tercera invocación se pondrá en marcha. Es decir, será un milagro patente, pues no tendrá explicación científica. Un milagro demostrable que conducirá a ser propuesto aquel Siervo de Dios como beato a una parte significativa del pueblo de Dios o a la totalidad del pueblo de Dios si es el milagro correspondiente a la canonización.

José Carlos Martín de la Hoz