Doña Moña, la esposa de Don Ñoño y dueña de la peña de las alheñas, vestía un añil lazo en su moño que apiñaba su cabello cubierto con tela de buen paño. Su perfume emponzoñaba el ambiente e incluso su acompañante apretaba el puño para amañar su expresión, enseñando así, con gran empeño, grandes y sobreactuadas señales de gazmoñería.
No os extrañen estas hazañerías, pues desde hace años se van dando. Doña Moña se aliña muy de mañana, empañetándose cual casa encalada para no empequeñecer sus encantos naturales. Algunas malas lenguas dicen que antes de dar comienzo usa, cual afanoso alfarero, una alpañata, para preparar muy mañosamente su piel para tan añejo tratamiento.
Todo esto no sin antes introducirse en el gran barreño de estaño, listo para eliminar todas las tiñerías acumuladas durante la semana. Traído de la aceña, un saco de salvado de trigo es mezclado con el agua. Del bargueño un frasco sacan y unas gotas son añadidas al líquido almizcleño porque ella dice que frenan su añejamiento. Con este mejunje se bruñe, donde no muestra ninguna bisoñería.
Después viene el vestido, por supuesto de paño, como el de antaño, que es el que no pica ni hace daño. Se cree que nadie lo sabe, pero bien sabido es que usa caña, de la de Fiñana, para ceñir su cintura. Y cuando se lo viste, para lo cual se requiere mucho empeño, no son pocos los vecinos aledaños que piensan que un gruñente está siendo sacrificado en matanza.
Aún así, es bien querida doña Moña, la esposa de don Ñoño y dueña de la peña de las alheñas, de donde bien está decir que saca mucha leña, pero de la buena, de la de albañilería, aunque el almadreñero también la tiene en gran estima, pues los zuecos salen como los de Borgoña. Pocas eran las veces que se la veía añusgarse, pero en incontables casos se le había visto apañuscar la tela que cubría su puño.
Baja las escaleras como dueña y señora que era de toda la peña, la de la buena leña, zuñendo cual platero su traje de diseño, de la capital, regalo de su cuñado. Cruza la puerta y, para mostrar mejor su porte, se yergue cual cucaña, y espera la seña de que su sobrino le aguarda.
Para más sufrir de su sobrino, que le acompaña, ponen en marcha la triquiñuela. En vez de hacer como el Miño, directo al mar, recorren calle tras calle. Sólo por una no pasan, en la que habita el hombre ermitaño, o como muchos le llaman el cermeño, del cual solo queda de su riqueza su sombrero castoreño.
Vuele a su casa al caer de la mañana, donde unos buñuelos la esperan, ella cree que por ser de viento poco engordan, pero eso todos saben que es un engaño, pero por lástima la dejan vivir con su patraña, no sólo la de los buñuelos, pues temen ser como la espadaña, que en un simple gesto de cariño, si te descuidas, te corta hasta la uña.
Así es doña Moña, la viuda de don Ñoño, que en paz descanse, y la dueña de la peña de las alheñas, las de la buena leña, la que se bruñe con almizcleño mejunje para frenar los años, la de las triquiñuelas y la que huye del sombrero castoreño. Doña Moña, la más digna señora de España.
Autor: Fernando García de Castro