“Gloria a Dios en el cielo” (Jn 2, 14). Es el canto de los ángeles, uno de los momentos más espectaculares de la vida de los hombres sobre la tierra, en donde los únicos espectadores fueron unos cuantos pastores que velaban por turno su rebaño. “No temáis, os anuncio una buena noticia (…) os ha nacido un Salvador” (Jn 2, 10). “Apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios…” (Jn 2, 13). El evangelista no tiene otras palabras para presentarnos una multitud perfectamente adiestrada: un coro fastuoso, de una inmensidad de voces, perfectamente coordinadas.
Y los pastores, ante la gran noticia, no se quedan parados. Buscan y, con los datos que les daría aquel ángel, encontraron enseguida lo que les habían anunciado, y vieron a aquel niño recién nacido, que era el Mesías, el Salvador esperado por siglos y siglos. La calidad de los mensajeros hacía imposible la más mínima duda sobre el mensaje. Y aunque ellos hubieran imaginado el nacimiento del Mesías en un palacio, ahora no les cabía la más mínima duda. Por lo tanto, como es lógico se lo fueron contando a todos. “Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores” (Jn 2, 18).
El espectáculo de lo que vieron era inigualable, ni en Belén ni en ninguna corte del imperio romano podían asistir a algo ni siquiera parecido. Como consecuencia los pastores van a buscar lo que les han anunciado, y se lo cuentan a todo el que se cruza con ellos, de manera que en Belén todo el mundo se enteró, y viendo el entusiasmo de aquellos hombres sencillos y cuál era la noticia, se entiende que, a la gruta del Nacimiento, fueron muchos, muchos de aquellos habitantes de Belén, gente sencilla, que sabía que el Mesías tenía que nacer allí. Y así nos gusta representarlo en los belenes: gentes de todo tipo acercándose a adorar.
Normal. Si tenemos un notición, algo fantástico que nos ha llegado, sin misterio, sin que nadie nos haya pedido reservas, lo normal es contarlo. Y es lo que el Papa Francisco quiere decirnos. Está empeñado en que la Iglesia sea misionera. Parece lógico que los que vivimos de fe, con todas las consecuencias, estemos empeñados en contarlo. Sobre todo, cuando vemos a tanta gente ignorante, que vive de un modo materialista, consumista, como si fueran animales, y no saben que lo que nos llena de verdad es lo que llega al alma.
Nos dice el Papa: “Es importante que el camino sinodal lo sea realmente, que sea un proceso continuo; que involucre —en fases diversas y partiendo desde abajo— a las Iglesias locales, en un trabajo apasionado y encarnado, que imprima un estilo de comunión y participación marcado por la misión” (Discurso 9.X.21). Todos llamados a comunicar, a contar, a salir a las calles, a transmitir a nuestros amigos la maravilla de vivir con Dios. Porque muchos no lo saben.
O sea, lo contrario de quedarse en casa, de esconderse por si acaso, de tener miedo a que nos descubran… Nos damos cuenta, como el Papa, que en esto la Iglesia tiene que avanzar, tiene que saber comunicar las maravillas que Dios nos muestra, a través de sus ángeles, como en Belén, a través de los ministros o a través del hombre de la calle, que seguramente es quien mejor muestra lo que vive.
Ángel Cabrero Ugarte