El pasado día 23, para conmemorar el cuarto centenario del fallecimiento de Cervantes, en mi casa decidimos aprovechar la sobremesa del sábado para leer algunos fragmentos del Quijote. Realmente, nunca defrauda. Elegimos el discurso a los cabreros –uno de los textos en prosa más bellos de la literatura española, junto quizá con la introducción a Los nombres de Cristo de fray Luis de León– y parte de las recomendaciones de don Quijote a Sancho Panza, antes de que este tomara posesión del gobierno de la ínsula Barataria, que todos los políticos y gobernantes en general deberían leer, especialmente en las circunstancias actuales de incertidumbre y de peleas por alcanzar el poder.
Recordé –han pasado muchos años– que en sexto de bachillerato, que cursé en el colegio Viaró, cerca de Barcelona, teníamos una asignatura semanal sobre el Quijote. No había exámenes ni deberes, el profesor nos leía y comentaba el texto, y era uno de los ratos más esperados por mí y pienso que también por la mayor parte de mis compañeros de curso, porque nos dábamos cuenta de que aquella lectura nos estimulaba y enriquecía.
Me temo que las humanidades, tanto en los estudios de secundaria y bachillerato como en los universitarios, no pasan por buenos momentos, por no decir que han sido despreciadas en los planes de estudios de las últimas décadas, como ha denunciado reiteradamente, entre otros, Jordi Llovet en el libro Adiós a la Universidad y más recientemente en El País. Las consecuencias son gravísimas, por este papanatismo que parece que nos incapacita para ver más allá de la economía y de la técnica.
El mejor homenaje que podemos hacer a Cervantes y a Shakespeare es leer sus obras y animar a otros a hacerlo, sin miedo a toparse con unos textos exigentes y bellos, pero también a menudo muy divertidos, estoy convencido de que nos lo agradecerán.
Luis Ramoneda