Se ve una calle. Apenas se puede apreciar la grandeza que la caracterizó en los tiempos en que fue la avenida principal de una pudiente ciudad. La flanquean los esqueletos de los edificios que quedan, testimonio del buen trabajo que hicieron al construirlos.
En el bulevar, donde solía haber árboles, están las únicas personas que han pasado por aquí en años. En fila, hombro con hombro, sobrepasan la centena. En frente de estos, apenas una decena de hombres uniformados de un blanco al que cuesta mirar directamente, que contrasta con los harapos de la fila que recorren la fila de izquierda a derecha. A la orden del que parece mandar les arrodillan uno a uno y les ejecutan colocándoles un cilindro plateado en la cabeza. Así de fácil, sin ruido ni suciedad. Ni siquiera se cubren la cara, no lo necesitan. Su consciencia está tranquila, solo son parte de una plaga a extirpar. Apenas quedan ya diez en pie.
El siguiente se agacha revelando el colgante de plástico. Al capitán le viene un flash de infancia a su memoria. No le conmueve, hace tiempo que nada lo hace, simplemente lo saca de la rutina. Le perdona la vida con las palabras que ordena el reglamento: “Que salga vivo”. Sin perder un segundo, continua con el resto de la línea mientras al pobre hombre del colgante no sabe la que le caído encima.
Lo que esas palabras significan es que si ese hombre muere en las siguientes 48 horas será responsabilidad de los soldados y lo pagarán con la vida. Por lo demás, pueden hacer lo que les plazca con él.
Por ser el método más rápido, deciden marcarle a fuego la palabra SALVADO en la frente. Podría ser alentador, pero lo que esto conlleva no se lo desearía ni a mi peor enemigo. Significa que posee en la frente la marca que los traidores llevan a gala. La que usan aquellos que no son parte de “la unidad” para caminar entre ellos sin ser exterminados. Por lo que en cualquier otro sitio son expulsados. El manual no especifica que este sea el único caso en el que esta práctica es aplicable, pero el único motivo es que la benevolencia no se contempla en el ejército. Como puedes ver, estás ante un caso que nadie jamás habría contemplado: Un inocente marcado como culpable, y los únicos capaces de negar esa apariencia están todos muertos.
Con el sonido agudo del hierro candente tocando su piel, ahogado por sus gritos, se le condena a una vida de destierro. No quiere estar donde se le acepta y no se le acepta donde quiere estar. Su grito se ahoga con el peso de la vida que le espera. El dolor de la quemadura pasará, pero la soledad absoluta seguirá arrastrando al alma a lo más oscuro de sí. Se queda un momento paralizado en cuanto todos se han ido. Empieza a caminar sin ser consciente de ello y sin saber a dónde. Con el frescor de la noche, que acaba de caer, le viene a la cabeza una idea que tiempo atrás repitió hasta la saciedad y que, por fin con significado, ilumina su alma: ”Todo pasa por algo”.
Autor: Pablo García de Castro