Tercer premio del IV Certamen de Relato Breve de C.U. Villanueva 2018

 

Quince minutos

No me considero de ese tipo de personas que celebra que se acabe la semana, y que solo espera al fin de semana, ansioso de descanso y fiesta. Mi vida es más que eso, no se limita al ocio, disfruto de todos los días por igual, me es indiferente que sea lunes o viernes. Pero, aquel viernes 20 de octubre no me era para nada indiferente. Provocó en mí un entusiasmo de una fuerza que no sentía desde hace años.

 Lo que hacía de ese día tan especial era que, al fin, iba a quedar para tomar algo con "...". Llevaba semanas esperando este momento, con una ilusión que no era propia de mí, sino, más bien, de un niño esperando la Navidad. De hecho, desde que fijamos la fecha para vernos, mis pensamientos solo se limitaban a ese día. Tenía mil cosas en las que pensar: por qué calles íbamos a pasear, nuestras conversaciones, nuestros intercambios de miradas...

Tal fue así, que mi obsesión por ese día fue casi enfermiza. No pensaba en nada más, ya lo tenía todo planeado, desde el saludo hasta el beso de despedida. Y esperaba que todo saliese como me imaginaba. No concebía que pudiese haber algún fallo. Iba a ser todo perfecto.

En fin, ahí estaba yo, en la parada del autobús, con mi camiseta a rayas y mi chaqueta vaquera, que me daban un aire de músico desfasado que a ella tanto le gustaba. Modelito que, como no podía ser de otra forma, había elegido meticulosamente mucho antes de haberme atrevido a pedirle salir. Estaba convencido de que mi imagen, junto a las conversaciones que había preparado y estudiado casi como si fuese un guion, sin lugar alguno para la improvisación, iban a ser los dos elementos esenciales para poder cautivarla. Ese viaje en autobús fue el más largo de mi vida, estaba impaciente por verla y ver que todo salía como planeé.

Llegué con puntualidad, cinco minutos antes, de hecho, por lo que pudiese pasar. No quería que pensase que era un impuntual. Poco antes de que llegase la hora, recibí un mensaje. Era suyo: "Voy a llegar quince minutos tarde, se ha retrasado mi bus, lo siento". En ese momento no me importó en absoluto,  ¿qué eran tan solo quince minutos? Llevaba semanas esperando, por un poco más no iba a notar la diferencia. Pero para mi sorpresa, sí que la noté.

Paulatinamente, mi vehemencia y mi confianza comenzaron a disiparse, siendo reemplazados por una leve sensación  de incertidumbre. "¿Realmente se ha retrasado su bus?", comencé a preguntarme. "¿Por qué no se ha preocupado por ser puntual? ¿Es que acaso no estaba tan interesada en la cita como para preocuparse por llegar a la hora acordada?". Tal vez me había confiado demasiado hasta entonces. No había caído en la cuenta de que el resultado de la cita no dependía solo de mí, sino también de ella. Apenas había pensado en ella, solo me había centrado en mí y en lo que iba a hacer y decir. En mi cabeza ella era como un mero títere sin voluntad, no podía influir en el resultado de la cita. La única forma de la que podía reaccionar era quedando prendada por mis encantos, o eso había creído. Al igual que un niño que espera la Navidad, me vi arrastrado por mi ilusión, y quedé totalmente aislado de la realidad.

Poco a poco, mis reflexiones fueron acrecentándose, y tomando un tono cada vez más oscuro y negativo, que no dejaron de atormentarme durante ese eterno cuarto de hora. Fue insufrible. Aunque, sin embargo, había una parte dentro de mí, cada vez mayor, que no quería que esa espera acabase nunca. El que se acabase significaría que ella al fin habría llegado, y que tendría que salir de mis fantasías y enfrentarme a una persona real e impredecible, y eso suponía un verdadero reto para mí. Todo lo que había planeado de forma meticulosa no serviría de nada, me tendría que entregar al arte de la improvisación, y ser yo mismo. Y, sinceramente, antes que eso, prefería refugiarme en una imagen ficticia, que, al menos, era manejable a mi antojo, y engañarme a mí mismo. Y es que, ¿qué sentido tenía ahora tener esa cita? Ya la había vivido, repetidamente durante semanas, a todas horas, preocupándome por que cada detalle resultase idílico. No podía haber nada en la realidad que superase la ficción.

Es por eso que el hecho de que estuviese allí, de pie, esperando a algo que solo podía ocurrir de peor forma a la que me esperaba, ya no tenía sentido. Empecé a sentirme estúpido e infantil, por lo que decidí marcharme inmediatamente. Ya le mandaría un mensaje pidiéndole perdón y dándole alguna excusa barata que justificase mi ausencia. Diría que algún familiar me había llamado de urgencia, o que empecé a encontrarme mal... ya se me ocurriría algo que fuese creíble. No me importaba privarme de la compañía de alguien que había sido objeto de mis pensamientos durante tanto tiempo, y mucho menos recurrir a la mentira, si con eso evitaba enfrentarme a una cita real, que consideraría un fracaso con tal de que el mínimo detalle no saliese como había planeado.

Quince minutos, tan solo esa ínfima porción de tiempo había bastado para que todas las ilusiones que me había construido durante semanas quedasen sepultadas por mis miedos e inseguridades. Tan solo los pensamientos surgidos a lo largo de un cuarto de hora podían acabar con todos los surgidos durante semanas, vaya ironía.

Pero más irónico es el hecho de que, justo antes de que mi reloj marcase las en punto, mientras esperaba al autobús de vuelta a mi casa, notase un suave tirón de la manga de mi chaqueta.  Me di la vuelta y, en efecto, era ella. Me había visto a lo lejos y había venido a buscarme. "¡Hola!", me dijo efusivamente, con su tono de voz y su sonrisa, dos cosas que no me voy a molestar en intentar describir, pues ni siquiera un libro valdría para hacerlo. Solo puedo decir que aquella imagen, que duró milésimas de segundo y que me impregnó, fue mucho más bonita y preciada que cualquier sueño que pudiese tener.

Tan solo una palabra suya, sirvió para dinamitar todo aquel tormento sufrido durante esos quince minutos. Tan solo pensar en la infinitud de posibilidades que había, todo lo que podía pasar en esa cita, y todas las sorpresas que me aguardaban, me empujó a quedarme, me daba igual que no saliese tan bien como en mi fantasía. Era la realidad, y esta conlleva imperfección, pero una imperfección capaz de deleitarme mucho más que cualquier pensamiento o sueño.

 

Autor: Pablo Cortina Rodríguez (alumno de 1º de Psicología y Educación Primaria).