«En mi principio está mi fin», verso de Thomas Stearns Eliot (1888-1965) que resuena de modo especial al cumplirse el cincuenta aniversario del fallecimiento de este Premio Nobel de literatura y uno de los poetas y críticos literarios más importantes del siglo XX. ¿A qué se debe este relieve reconocido por escritores, intelectuales y lectores con opciones estéticas y vitales diversas? ¿A qué fin y a qué principio se refiere?
Norteamericano de nacimiento, hizo una brillante carrera en Harvard, donde leyó a los clásicos de la literatura universal en sus idiomas originales; se trasladó a Oxford para realizar una tesis doctoral en filosofía y terminó instalándose en Inglaterra; escribió crítica literaria, afianzó su escritura de poemas y, con el asesoramiento de otro gran poeta, Ezra Pound, escribió, en 1922, uno de los monumentos literarios del siglo XX: el poemario La tierra baldía. Baldía, porque Europa, la cultura, la vida moderna, su propia vida, encarnaban, tras la Primera Guerra Mundial –la Gran Guerra–, la metáfora de un páramo, yermo de vida y esperanza.
El libro obedecía a una poética fragmentaria, que no sólo reflejaba los temas del nihilismo y la ansiedad existencial del momento, sino también –y esto era lo más novedoso– el mismo modo psicológico de sentirlos. Una de las voces anónimas del poemario asegura: «No puedo conectar nada con nada», la inexistencia de un sentido vital.
Pero Eliot no vivió y reflejó aquello como una opción decadentista por el abandono morboso al caos. La tierra baldía expresa también anhelo de sentido y orden vital que apacigüen el corazón, y refleja una búsqueda iniciada muchos años antes, que terminaría conduciéndole a la fe cristiana, y a la escritura de nuevos poemarios con títulos tan significativos como Los hombres huecos, o Miércoles de Ceniza.
Entre 1935 y 1942, trabajó en su segunda gran cumbre poética, Cuatro cuartetos: la conversión religiosa insufló una renovada energía que impulsaría un estilo meditativo, una sólida arquitectura constructiva e imágenes cargadas de sugerencia espiritual y serena belleza. «En mi principio está mi fin» significa allí la existencia de sentido desde el inicio de la vida; y la convicción queda completada más adelante en el poema: «En mi fin está mi principio», el final de esa vida es el inicio de la vida eterna. El dogma de la Encarnación del Verbo –la unión de lo humano y lo divino, del tiempo y la eternidad– fue finalmente la clave conceptual última que le permitió conectar todo con todo.
Así, la distinción entre un primer y un segundo Eliot es cierta, pero incompleta: en el fondo, hay un único hombre y artista de la palabra que sostiene un itinerario desde la perplejidad hasta la confianza, desde la oscuridad hasta la luz.
De nuevo, se comprueba que la vivencia sincera de la fe –como búsqueda dolorosa, como encuentro sorprendente, como afirmación gozosa– sigue siendo un impresionante factor de cultura; y una cultura universal, abierta a todos.
José Manuel Mora Fandos
Publicado en "Alfa y Omega" el 29 de enero 2015