La generación del
98 fue la gran fascinada por la técnica. Algunos de sus representantes
asimilaron, como un contagio, el ritmo narrativo del cine; otros, como Azorín,
se dejaban llevar por el ímpetu con el que crecían las comunicaciones. En su
libro Castilla, Azorín habla mucho del ferrocarril. Cita, de paso, a un
ingeniero, Robert Ritchie, quien en 1846 afirmaba que el hecho de que haya
ferrocarriles allanaba el camino hacia la paz mundial, al igual que el español
Fernando Nard que, tras la inauguración de la línea Madrid-Aranjuez en 1851,
llegó a afirmar que el ferrocarril lograría lo que no lograban los más hábiles
diplomáticos.
Azorín no es tan
optimista, más bien habría que decir que es bastante realista. Y es que en el
fondo llevamos más de doscientos años, desde aquellos años tenebrosos de la
guillotina y la Enciclopedia, en que confiamos en que el bien del hombre venga
de razones externas a él, tangibles, materiales, controlables.
Asombra leer
comentarios de algunos que no entienden cómo gente que escuchaba música sublime
o admiraba obras de arte podía enviar a otra gente, como animales, a las
cámaras de gas. Si la cultura (ilustrarse se decía antes) es algo bueno, el
hombre se vuelve bueno en contacto con ella, creen esos mismos ingenuamente. La
técnica es el futuro, la técnica es controlable por el hombre porque nace de su
inteligencia, por tanto, el futuro en manos de la técnica también es
controlable y bueno, porque el progreso técnico también lo es.
Dicho así suena a
sofisma. En realidad, durante estos dos últimos siglos se nos ha repetido esta
cantilena hasta la saciedad y hemos acabado creyéndola. Como bien claro deja
Azorín con sus ejemplos, escogidos, creo, con intencionalidad, el ferrocarril
no es más que un buen invento que ayuda mucho al hombre, le dota de comodidad,
pero también, en un momento dado ha ayudado a acelerar la guerra y extenderla
más rápido.
Es bueno volver
sobre esa literatura antigua, sobre los testimonios de nuestros predecesores
que se engañaron, de buena voluntad, y engañaron a generaciones posteriores con
su ingenuidad, para ver que la respuesta a los porqués contemporáneos no está
en más técnica ni más ciencia, de por sí buenas, sino en que el corazón del
hombre enfoque sus afectos hacia la verdadera bondad.
Cuando un hombre
pone su corazón en las artes o las técnicas, aunque sean buenas, pero no ve en
ellas la expresión de la Verdad, podrá seguir matando judíos después de
desayunar oyendo a Mozart. Podremos tener trenes y naves espaciales cada vez
más veloces, pero si no vemos al otro como a alguien al que me tengo que abrir,
no tardaremos mucho en prepararnos para la guerra usando la más avanzada
tecnología.
Carlos Segade
Profesor del Centro Universitario
Villanueva