Dicen que la mejor manera de demostrar si es errónea
una teoría filosófica o una postura ideológica es reducirla al absurdo, o sea,
llevarla hasta el extremo de su razonamiento. Pues bien, esto es lo que hace
don Miguel en su novela Amor y Pedagogía.
Unamuno no es un gran novelista en el sentido típico
del término. No busca crear grandes personajes ni grandes historias; no busca
emocionar, hacer mella en el lector mediante la recreación de un ambiente y
unas personas; el objetivo unamuniano es frecuentemente mostrar su pensamiento
sobre las cosas de la vida mostrándolas como serían en la vida misma.
Aunque algunos de sus personajes se han quedado en la
memoria literaria del siglo XX, como el de Manuel Bueno, el cura sin fe, o la
Tía Tula, lo cierto es que sus personajes son más bien trasuntos del
pensamiento o de la crítica unamunianas.
En el caso de Amor y Pedagogía, la tesis es lo
absurdo del cientificismo. El amor y la ciencia, llevada a un extremo, son
irreconciliables. Unamuno entiende la pedagogía como la ciencia sociológica, la
ciencia que lo gobierna todo y a todos desde el momento de la concepción. El
fracaso de don Avito, el científico
class=SpellE>hiperracionalista
, es el fracaso de los que solo
identifican a la persona con una de sus facultades, la razón, y ponen las
emociones en un segundo plano, identificándolas absurdamente con lo animal, lo
instintivo y lo irracional.
La primera edición prologada por el autor es de 1902 y
la siguiente de 1934. El prólogo a esta segunda edición es verdaderamente
memorable. Unamuno reconoce, ante el acoso de la crítica literaria, que lo suyo
no es una novela en el sentido clásico, pero no parece importarle mucho; el
objetivo fundamental de su escrito es poner en evidencia la creencia irracional
que defendían muchos de sus contemporáneos de que "el niño es del
Estado, y debe ser entregado a los pedagogos –demagogos- oficiales del Estado,
a los de la escuela única".
Se denuncia tenía actualidad en 1902, en plena
eclosión del cientificismo, pero también la tenía en 1934, cuando la República
se creía con derecho a la manipulación de las mentes e imponía los dogmas del
movimiento pedagógico de la Escuela Nueva, para borrar –decían – la
superstición de España, que no era otra cosa que su fe y su cultura. Pero lo más
triste es que cien años después, la denuncia de Unamuno sigue vigente. Los
niños están ya prácticamente todos en manos del Estado y los educadores,
llevados de la mano de los cientificistas sumergidos en pedagogías, están
vacíos de fe y cultura y llenos de nuevas supersticiones.
El relato, casi me atrevería a llamarlo sátira, es
exigente en cuanto a las numerosas referencias a los clásicos o a los dobles
sentidos en clave cultural de los que Unamuno hace gala portentosamente,
algunos de los cuales quedan bien resueltos en la edición de Anna
class=SpellE>Caballé
(Austral 2007). Su estilo tan peculiar, lleno de
humor e ironía, se aparta de los cánones de la mayoría de sus contemporáneos,
realistas o naturalistas aún, insinuando ya el modernismo.
Por todo ello, a sabiendas de las peculiaridades del
pensamiento unamuniano, es un libro introductorio para aquellos que desean
entrenarse en la crítica al pensamiento único que, como se ve tras la lectura
de este libro, no se circunscribe a los actuales tiempos estúpidos, dicho sea
en sentido etimológico, como diría Unamuno.
Carlos Segade
Unamuno, M.de(2007)