[Sobre ella se extendía un cielo infinitamente gris... ]
“Y, sin embargo, cómo se da, unánime, dejando de ser flor y convirtiéndose
en ímpetu de entrega.”
Claudio Rodríguez
Sobre ella se extendía un cielo infinitamente gris, a sus pies se prolongaba inconsútil la tierra hasta hacerse comisura con el firmamento. La muchacha, descalza y aspeada, caminaba; tambaleándose desoía el grito terrible de la gravedad reclamando su cuerpo para la tierra. Cuando comenzaron a caer las primeras gotas no se inmutó, continuó avanzando con pasos erráticos hacia el horizonte.
El pelo atardecida candeal, los ojos infinitos, la mirada verde mar; los labios, los dientes, la nariz, las mejillas, los pómulos: cada milímetro perfecto. Si alguien la hubiera visto, hubiese pensado en algo semejante a una divinidad. La lluvia ceñía el vestido de flores a su cuerpo y delineaba su contorno exacto. Se desteñían pétalo a pétalo las corolas, los pistilos, los cálices bordados en la tela; caían, deshechos y mezclados con el agua, en una cascada divina y seminal que fecundaba la tierra.
La lluvia era ya un torrente violento vomitado por el cielo. La joven caminaba hacia el crepúsculo y el barro fresco y suave aliviaba sus pies ensangrentados. Cuando los relámpagos la iluminaban, el mundo entero se sobrecogía y solo cabía la posibilidad de amarla. Era una belleza imposible, casi insoportable. He intentado decirla tantas veces, pero siempre he fracasado; las palabras se deshacen ante ella, quizás servirían los símbolos, pero no logro alcanzarlos.
Cuando la noche se cerró, cesó la lluvia y las estrellas se encendieron en la negra bóveda. Un silencio semejante al de Dios se escuchó entonces, la muchacha se detuvo y miró al cielo. Yo apenas respiraba, temí que ella oyera el aire saliendo de mis pulmones, temí quebrar con un torpe silbo el silencio que ella espiraba. Tuve miedo, tú también lo hubieras tenido. Produce un terror indecible ser capaz de romper tanta belleza.
Del fondo de su ser, de lo más íntimo brotaron dos lágrimas ciegas y con ellas, lo juro, un silencio inmenso y profundo inundó la tierra. La muchacha expulsó una bocanada de aire y cayó sordamente al suelo. No supe qué hacer, estaba tirada a unos metros de mí; ella no se movía, yo no me podía mover. Así permanecimos varios días.
Agazapado tras un montículo de tierra observaba su cuerpo inmóvil, inerte sobre el suelo, congelando su belleza. Pasaron viajeros junto a nosotros, «buenas tardes» me decían, «¿se encuentra usted bien?»… y se iban murmurando mi silenciosa demencia. Sospecho que a ella no la veían, aunque llegaron a pisarle el vestido en cierta ocasión. No, no la veían, no la podían ver. Yo, aislado en el Reino del Silencio, permanecía callado, observando cómo la beldad se iba volviendo cada vez más fría y cada vez más rígida.
Una mañana, catorce días después de la caída de la joven, aparecieron dos viajeros montados a caballo: «buenos días, señor ¿va todo bien?» Aparté los ojos del cuerpo frío de la muchacha y observé las patas de las bestias.
—¿De dónde vienen ustedes? —pregunté sorprendiéndome de mi propia voz—.
—De Lotte, ¿usted?—Pero, de Lotte hasta aquí hay, por lo menos, setenta kilómetros de tierra yerma —dije señalando a las pezuñas de los caballos—.
—Ya no, ahora hay un campo floreado hasta los topes —respondió extrañado el viajero—.
Observé, mientras se marchaban, las patas jaezadas con pétalos silvestres y gotas de rocío, y los cascos enguirnaldados con flores holladas y manchas de verdín. Entonces, con miedo, me giré y vi el campo florido que la tierra vestía. Desnuda, la muchacha había quedado fosilizada, convertida en algo semejante a la piedra o al hielo; seguía resplandeciendo su belleza, pero ahora estaba completamente yerta. El silencio desapareció, se calló con el sonido del viento rozando los tallos y el zumbido de los insectos libando las flores y el canto de los pájaros sobre los árboles y el mundo entero atronando sencillamente su canción.
Carlos Blanco Sierra
GRADO O ESPECIALIDAD: Máster Universitario en Formación del Profesorado