Siempre le habían advertido de no acercarse al bosque, pues había muchos animales peligrosos, y si se adentraba un poco, jamás volvería.
Pero a ella nunca le asustó el murmullo de las hojas que acunaban sus oídos durante la noche, ni las juguetonas luciérnagas que le tentaban a perseguirlas entre los robustos árboles.
Envidiaba a las hermosas flores silvestres que se mecían pavoneándose de haber echado sus raíces en aquel bosque, o al viento, que traía con sus frescas brisas aromas que susurraban secretos del corazón del bosque.
Un día caminaba sola a unos metros de las fronteras. Tatareaba las baladas que había aprendido de los madrugadores pájaros mientras contemplaba el mullido pasto.
En un abrir y cerrar de ojos se encontraba entre la espesura del bosque. Escuchó un crujido a su derecha, y con el corazón en la boca se giró en su dirección.
Allí estaba, le estaba mirando con ojos desorbitados desde la oscuridad de los arbustos. La criatura alargada y cheposa no le quitaba el ojo de encima, a la espera de que ella hiciera el más mínimo movimiento para asaltarla.
Ella, consciente del peligro, no apartaba su mirada. Al principio se encontraba paralizada de pavor, sin embargo, al vislumbrar por el rabillo del ojo una ruta de escape, hizo de tripas corazón y a la cuenta de tres echó a correr.
Corría, corría y corría.
Aunque sus músculos gritaran de dolor y sus pulmones chillaran por un descanso, su corazón, que ardía en desesperación, le ordenaba que siguiese adelante.
Le había dejado atrás, pero sabía que no tardaría en dar con ella. Por eso cuando encontró un mensaje en la corteza de un árbol que decía “Es alérgico a mi madera” casi se desmaya de alivio. No le dio tiempo a pensar si era cierto o no, cuando escuchó los crujidos de la bestia, agarró una rama del árbol y arremetió contra el monstruo.
El efecto no fue inmediato, la cosa, que tenía el ademán de poner sus afiladas zarpas encima de ella, se quedó paralizada. Temblorosa observó cómo el raquítico cuerpo se agrietaba hasta desvanecerse como una escultura de arena.
Entre sollozos, y con el palo aún en alto, avanzó a trompicones. A cada paso que daba, los árboles gritaban su victoria meciendo sus ramas, ¡Qué valentía! le decían, ¡Así se hace, si señor!, por lo que su humor no tardó en cambiar y terminó sustituyendo sus sollozos por una sonrisa satisfecha.
Continuó su camino observando lo que le rodeaba. Se dio cuenta de que el Bosque deseaba comunicarse con ella y se preocupaba por su bienestar. Cuando le rugían las tripas unos gorriones le advirtieron que había frutos en un matorral un poco más a la derecha. O cuando una llovizna se transformó en un diluvio, fueron los zorros quienes le mostraron el camino a un refugio.
Caminaba encantada con el Bosque y sus habitantes hasta que se dio de bruces contra un gran muro de piedra. Ella, que ansiaba adentrarse aún más en el bosque, intentó rodear el desmedido muro. Se detuvo al ver una brecha por la que podría adentrarse con algo de esfuerzo, pero mirando más de cerca se dio cuenta de que un árbol había echado sus raíces allí, obstruyendo el acceso al otro lado. Además, como no veía dónde acababa esa imponente pared de piedra, empezó a desanimarse por no poder seguir adelante.
Se tumbó en el pasto y contempló derrotada las copas de los colosos árboles. Mientras pensaba cómo iba a vivir si se quedaba estancada allí, se percató maravillada de las ardillas que estaban sobrepasando el muro escalando los árboles.
Ella comenzó a imitarlas. Primero movía pies y manos de forma cautelosa, a medida que trepaba se iba sintiendo más confiada. Llegó un punto en el que las astillas peleaban con sus manos, las cuales parecían que se estaban desgastando por la subida y le habían empezado a salir callos. Ella procuró ignorar el escozor de sus extremidades para no derrumbarse en llanto y seguir hacia lo alto, pero le estaba siendo difícil.
Nunca había sido tan consciente de la inmensidad de los árboles del bosque como en ese momento. Había veces en las que su vulnerable cuerpo ganaba la batalla y se sentaba en una rama, apoyando la frente en el tronco, lloraba la precariedad física y psíquica que tenía. No estoy a la altura, pensaba, debo bajar. En esos casos, el bosque le hablaba con un rumor en el viento: Mira abajo, ¿No ves lo que has conseguido?, le susurró, Puedes eso y más. Al mirar abajo como el bosque le pedía, se dio cuenta que cuanto más grande viera la altura, más pequeño vería su sufrimiento. Sigue, pues yo estoy al principio y al final de tu camino.
El miedo que sentía al pensar qué ocurriría si sus piernas flaqueaban desapareció al saber que, si ella se caía, el bosque le atraparía al vuelo y le animaría a volver a empezar. Más determinada que nunca siguió adelante, pensando en el dulce olor de las flores del bosque durante la noche, en la sensación de sus dedos hundiéndose en la tierra al correr, en la refrescante brisa que mecía su pelo y secaba su sudor, en el bosque.
Hasta que su mano no alcanzó otra rama a la que agarrarse.
Sorprendida y aliviada de que el camino había finalizado, posó suavemente sus pies sobre la cima del muro. Desde allí arriba contempló la inmensidad del vasto bosque. Cerró los ojos deleitándose con la delicada luz del sol que le abrigaba y aceptando el abrazo del suave viento. En ese momento, recordó su vida antes de entrar al bosque. En aquel tiempo ella ni si quiera se atrevía con soñar vivir lo que había experimentado en este bosque, no quería volver a esa vida gris sin él.
Algo entristecida miró más allá de la muralla y no encontró nada, tan sólo un insondable agujero de oscuridad. Con razón hay aquí un muro, pensó ella, si alguien llegase a caer aquí, sería terrible.
Eso también es bosque, le comentó el viento al oído, lo único que le falta es que nazca y crezca el fruto, así como lo has hecho tú. Ella solo pudo observar con cierta admiración los planes del bosque.
Si quieres quedarte tenemos mucho por hacer.
El bosque le estaba haciendo una amable petición, pero ella sabía que él quería desde el principio que se quedase a su lado.
Ella, feliz de echar sus raíces en aquella muralla, contemplaba desde lo alto al bosque en mitad del mundo.
María Luisa Barona
1º de Psicología