Weihnachts–Oratorium

 

La historia se repetía año tras año, como un rito hogareño, cuando los fríos ya se habían instalado en el valle. Sin embargo, mayores y pequeños esperaban con gozo aquellos días. Aunque se sucedían otras costumbres a lo largo del año, por san José, por Pascua, por los Santos y por los cumpleaños de padres e hijos…,  ninguna tenía la solera de aquella.

Septiembre había dejado la ciudad en su ambiente habitual, sosegado, casi recoleto, cuando los turistas, llegados en julio y en agosto, se despedían hasta el verano siguiente. A principios de octubre, con el comienzo de un nuevo curso escolar, pasaban las lluvias de levante, que solían producir crecidas desmesuradas del río que, a menudo, incluso arrancaban el puente de madera, el más frágil, e inundaban las calles más próximas al cauce. Después, ya se asentaba el otoño y nos sorprendía su luz, con plumaje de pájaros, en los ribazos silenciosos.

Noviembre era el mes de la seroja en parques, en jardines y en caminos, como si paseáramos por las páginas de un libro muy antiguo y releyéramos los versos del otoño en las arboledas y escucháramos su música de oro. Pronto llegaban las primeras nieves a las cumbres cercanas, como avanzadilla del largo invierno. Pero noviembre había comenzado con otra costumbre hogareña: la de asar castañas en los morillos del hogar, la víspera de Todos los Santos, y tomarlas con  panallets y con el licor de hierbas preparado meses antes por la madre, según la receta heredada de sus antepasados.

La antesala de la Navidad era el santo de la madre, que correspondía a los mayores preparar, asesorados por el padre. Después, venían los días de agobio por los exámenes trimestrales, previos a las vacaciones. Sin embargo, nada interrumpía el rito del segundo domingo de diciembre. Aquella mañana, el “2 caballos” renqueaba despacio, como un topo gris, por la pista que zigzagueaba por la loma de los quejigos, una de las muchas que envolvían la ciudad: un teso boscoso con bancales cercados por muretes de piedra esponjosa –allí tan abundante–, restos de los dormidos volcanes de la zona. El cerro de los quejigos, que se divisaba como telón de fondo desde los ventanales de la sala de estar del piso grande, y que cambiaba sus tonalidades al paso de las estaciones, en invierno mostraba lo que ocultaba en verano: algunas masías desperdigadas por sus laderas.

En los asientos traseros del coche, se apretujaban el mayor, la mayor, la rubita y los gemelos; el enfermito iba delante, con la madre. El aire helado abrillantaba los tonos noguerados del paisaje, sumido en la quietud invernal. La escarcha festoneaba los rincones umbrosos y a lo lejos sonreía la nieve en las lejanas cumbres fronterizas. Donde no había dado aún el sol, el agua de los charcos, de los abrevaderos o de las fuentes seguía helada. A trechos, los campos arados habían roto el robledal y allí la luz tenía una palidez azul, distante y fría, que contrastaba con la tierra cálida y oscura de las sernas enmudecidas. En aquellos parajes, donde el tempero era fértil y las lluvias caían generosas a lo largo del año, la tierra daría excelentes cosechas de maíz, de patatas, de legumbres y de hortalizas en verano.

El padre aparcaba el “Citroen” en la era de la ermita de la Santísima Trinidad, cerca de la parte más alta de la loma, y los hijos bajaban impacientes a corretear como gazapos por los prados y por las veredas del entorno. La ermita, de piedra, a la que se subía por varios peldaños gastados por el tiempo y por la humedad, tenía una sola nave con tejado a dos aguas coronado por una espadaña en cuyo vano pendía una campana. Al llegar, salía a recibirlos un lebrel cereño, juguetón y ladrador, y detrás el peón caminero, que vivía al lado de la ermita y era, además, el santero. Unas gallinas picoteaban por la era sin inmutarse. El peón era un hombre enjuto, moreno, que cuidaba amorosamente la pista del quejigal, que arrancaba a mitad de la cuesta de la carretera del hayedo, en las afueras de la ciudad, y moría muy cerca de la ermita. Las cunetas siempre estaban limpias; el piso, sin asfaltar, pero con la tierra compacta y sin baches…

Entre la ermita y la casa del peón caminero, con el que los padres siempre se paraban a charlar un rato, ascendía un camino hacia lo más alto del teso, que se perdía más allá, por la otra vertiente. Mientras el mayor y los gemelos corrían detrás de un balón o se perseguían, la madre, con la ayuda de la mayor y de la rubita, con sus manos sabias para todo, cortaba unas ramitas de los acebos que adornaban la senda, buscaba un poco de musgo en los rincones húmedos, elegía unas piedras… Poco a poco, iba engordando la bolsa de lona que llevaba para guardar lo que recogían. El enfermito andaba de la mano del padre, y señalaba con el brazo libre aquello que llamaba su muda atención, sobre todo, lo fascinaban los pájaros y las bayas coloradas de los acebos y de los serbales.

Más adelante, el camino discurría entre dos casas gemelas, que parecían deshabitadas. Eran muy vulgares, como las que suelen pintar los niños en sus cuadernos escolares, y enlucidas en tonos chillones, una de azul y la otra de amarillo. Siempre que pasaban por allí, las encontraban cerradas a cal y canto. Los lugareños las llamaban las casas de los argelinos y esto aumentaba el misterio.

Al regresar a la era, la mujer del buen peón había preparado unos taquitos de jamón y unos vasos de vino para los mayores; y galletas caseras para los chavales. Era el momento de hablar de la cosecha, del tiempo, del trabajo, de las abejas, que en verano habían presagiado un invierno de nieves, porque estaban muy agitadas, según dijo el peón, que cuidaba unas colmenas cerca de allí… De vuelta hacia casa para comer, los críos, apretujados en el asiento trasero del “2 caballos”, protegían la bolsa de lona, escrutaban el brillo del acebo procurando no pincharse, examinaban el musgo y las piedras recogidos durante la mañana. Entonces, la madre entonaba uno de aquellos villancicos que solo ella sabía cantar, con su dulce voz sabia como sus manos.

  Pero el rito hogareño del segundo domingo de diciembre no había terminado aún. Por la tarde, llegaba el momento de montar el Belén en el hueco de la chimenea de la sala de estar, que durante las fiestas navideñas no podría usarse para calentarla. Dirigidos por la madre, cada uno tenía su papel: buscar periódicos y darles la forma adecuada, preparar la escayola en una vieja fuente abollada que servía de artesa; escoger las figuritas en el cuartucho oscuro y seleccionarlas con tiento para que no se rompieran; preparar los pigmentos, guardados en unos sobres pajizos, para elaborar, en unos cubiletes metálicos, los colores con que se pintaría el paisaje que rodearía la cueva…

Mientras tanto, el padre ponía en el viejo tocadiscos el Oratorio de Navidad de Juan Sebastián Bach. Cuando aquellas notas sonaban pletóricas en la sala, era la señal cierta de que la Navidad había llegado nuevamente. Entonces, se producía un hecho sorprendente: cuando se escuchaba el canto delicadísimo y los ecos de la soprano, en el aria Flöst, mein Heiland…, el enfermito se ponía a aplaudir y se acercaba a la madre sonriendo, probablemente porque pensaba que la que cantaba era ella.

Luis Ramoneda

(uno de los relatos ganadores del I Premio de Cuentos de Navidad de "La Gaceta de los Negocios", publicado en este periódico el 17 de diciembre de 2005)