Carlos I, último emperador de Austria-Hungría, es quizás el primer gobernante de la historia del siglo XX que ha sido elevado a los altares, pues fue beatificado por Juan Pablo II en octubre de 2004. Dos años de reinado (1916-1918), en treinta y cinco de existencia terrena, marcan la mayor parte de esta apasionante biografía, primera que se publica traducida al español y que lleva un prólogo exclusivamente escrito para esta edición por el archiduque Rodolfo de Austria, uno de los hijos del emperador.
Comentarios
El autor del libro, Dugast Rouillé, fue un médico apasionado por los temas históricos. Se interesó desde la década de 1950 por el emperador Carlos, y no sólo manejó una copiosa bibliografía sino que completó sus conocimientos por medio de frecuentes entrevistas con la emperatriz Zita de Borbón-Parma, viuda del emperador, así como con algunos de sus hijos. Visitó además Viena, Budapest y Madeira, escenario este último del exilio y muerte de Carlos en 1922. En realidad, esta obra se publicó hace quince años por primera vez, pero ha sido revisada recientemente por Rodolfo de Austria para ser reeditada con motivo de la beatificación de su padre.
Al leer esta biografía, somos conscientes de que la historia de Europa Central, y en consecuencia del Viejo Continente, habría sido muy diferente si hubiera habido una Primera Guerra Mundial sin vencedores ni vencidos, si los beligerantes, atrapados en la telaraña de la guerra de trincheras y el bloqueo económico, hubieran llegado a algún tipo de armisticio en 1916, cuando no se vislumbraba un claro vencedor, Estados Unidos no había entrado en guerra y tampoco se había producido la revolución rusa.
Precisamente el Papa Benedicto XV y Carlos I, un monarca católico, preconizaban el fin de aquella carnicería antes de que fuese demasiado tarde. Sus llamamientos e iniciativas diplomáticas no encontraron ningún eco: ni en la Alemania del Kaiser, cegada por el espejismo de la victoria gracias a la guerra submarina o a las victorias en el este frente a Rusia, ni mucho menos en la Francia de Clemenceau, que había hecho del finis Austriae una de sus estrategias para adquirir así una amplia esfera de influencia entre los pueblos eslavos que formaban parte del Imperio de los Habsburgo. De ahí que los propósitos pacificadores de Carlos pasaran por sacrificar algunos territorios: devolución por Alemania de Alsacia y Lorena a Francia, que sería compensada por Austria en la Galitzia polaca. Aunque no lo señale así el autor, el plan pasaba por un cierto regreso al equilibrio anterior a la contienda, pero cabe preguntarse si esa solución, completada con la cesión de algunos territorios reclamados por Italia, habría sido duradera, pues los nacionalismos, verdaderos causantes de la guerra, difícilmente se habrían conformado con el clásico "arreglo" territorial entre Estados.
En cualquier caso, a Carlos no le faltaba clarividencia al señalar los errores alemanes en la dirección de la guerra y a las pretensiones de Berlín de subordinar en todos sus propósitos a Austria. Consideró equivocado que los generales alemanes favorecieran la vuelta de Lenin a Rusia para acelerar la derrota de este país: la difusión de los soviets de soldados y obreros en Alemania, Austria y Hungría, semanas antes del final de la contienda, confirmó los temores del emperador. Carlos intentó además alguna solución confederal para las naciones del Imperio en 1918, pero ya era demasiado tarde, pues los Estados Unidos de Wilson apoyaban el principio de las nacionalidades, y en concreto los movimientos paneslavistas de Checoslovaquia y Yugoslavia. Vanos fueron también los intentos de Carlos de conseguir la restauración de los Habsburgo en Hungría en 1921, frustrados por la traición del regente, el almirante Horthy.
Se podría decir que la corona de los Habsburgo se transformó para Carlos I en corona de espinas, forjada a base de frustraciones, traiciones, calumnias e ingratitudes. A un emperador que no había querido la guerra y que dedicó su breve reinado a intentar detenerla, se le aplicaron los dictados de paz de los vencedores, materializados incluso en las privaciones de su exilio en Suiza y Madeira. Sin embargo, en todo momento demostró ser un hombre honrado y un cristiano piadoso y fiel.
(Antonio R. Rubio Plo, en www.elsemanaldigital.com)