El londinense Samuel Pepys (1633-1703) no inventó el diario íntimo, pero sí descubrió la fórmula por la que el examen de conciencia cotidiano se reveló como un género literario capaz de captar la vida en toda su variedad e intensidad.
Curiosamente, Pepys no pretendía hacer literatura: su diario, redactado en un sistema de escritura cifrada, no fue transcrito y publicado hasta 1825, casi un siglo y cuarto después de la muerte del diarista. No está escrito, por tanto, con la mente puesta en un posible lector. Tampoco hay en él ninguna clase de justificación o autoapología. Es, sencillamente, uno de esos milagros inexplicables que la literatura produce de vez en cuando, uno de esos escasos monumentos singulares, al lado de los cuales cualquier otra obra escrita en el mismo molde se nos presenta como una mera imitación.
Es difícil resumir en pocas líneas qué perseguía Pepys con esta labor anónima y secreta. Cabe preguntarse, incluso, si la verdadera finalidad de estas páginas no sería delimitar un ámbito de libertad absoluta, donde fuera posible constatar verdades que en la vida cotidiana no había más remedio que callar. Y ello, sin incurrir jamás en esa especie de borrachera moral en la que suelen caer los que se sienten cargados de razón. Pepys evita los análisis, los juicios de valor y los esquemas maniqueos: se limita a anotar lo que ve, lo que oye, lo que le pasa. Y quizá lo que más llama la atención es que, con esa absoluta falta de pretensiones, las observaciones que Pepys acumula bastarían para acabar con matrimonios mejor avenidos que el suyo, con fortunas más sólidas, con carreras profesionales más brillantes, si cabe, que la que le llevó a la secretaría del Almirantazgo... En algún momento Pepys parece consciente del peligro, pero tampoco es el suyo un temperamento dado a exagerar riesgos o a regodearse en ellos.
Es posible que los diaristas contemporáneos deban a Pepys cierto prurito de desfachatez, cierta tendencia más o menos disimulada al exhibicionismo o al impudor. Leemos estos diarios y no nos acordamos de los de Stendhal o Amiel, sino, a ratos, del célebre anónimo pornográfico titulado Mi vida secreta o de los momentos más descarnados de los de Gil de Biedma. Los historiadores de la literatura celebran las páginas que el autor dedicó al incendio de Londres de 1666, y no cabe duda de que, en su condición de testigo de una época rica en sucesos llamativos, Pepys se reviste de respetabilidad de cara a sus futuros lectores. Conviene, sin embargo, distanciarse de este bien intencionado argumento a su favor: Si lo leemos con avidez y con placer es porque gratifica, sin proponérselo, nuestra natural tendencia a ver la vida a través del ojo de una cerradura. Gracias a él, sabemos que las pelucas que solían lucir los caballeros de entonces tenían una desagradable proclividad a llenarse de liendres, y que las queridas reales ejercían sobre los súbditos la misma fascinación que las artistas ejercen hoy sobre el común.
La selección que nos ocupa recoge esta variedad, sin decantarse, como otras, por los aspectos más testimoniales de esta magna obra. Se conservan abundantes ejemplos de la divertida jerga multilingüe en la que Pepys registraba sus juergas eróticas, y suficientes, aunque atemperadas, muestras del insólito estilo telegráfico con el que consiguió esquivar la ampulosa prosa de su tiempo. Nos gustaría pensar que esos atrevimientos y esta concisión lo convierten en nuestro contemporáneo. Pero tampoco estamos seguros de vivir en tiempos capaces de exteriorizar sin ambages lo que Pepys confiaba a la intimidad de sus diarios.
Edición | Editorial | Páginas | ISBN | Observaciones |
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2003 | Renacimiento |
425 |
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