En 1787, doce hombres se reunieron en una imprenta londinense para acometer una tarea aparentemente impracticable: acabar con la esclavitud en el mayor imperio de la Tierra. De paso serían los primeros en aplicar la mayoría de los instrumentos a los que recurren hoy día los ciudadanos activistas, desde los carteles y los envíos masivos de correo hasta los boicots y las chapas de solapa. Este grupo de personas de gran talento aunaba el odio a la injusticia con una rara habilidad para promocionar su causa. Al cabo de cinco años, más de 300.000 británicos se negaban a consumir el principal producto de origen esclavo (el azúcar), la clase elegante de Londres se adornaba con insignias antiesclavistas creadas por Josiah Wedgwood, y la Cámara de los Comunes había aprobado la primera ley que prohibía la trata de esclavos.
Sin embargo, la Cámara de los Lores, donde los partidarios de la esclavitud eran más poderosos, votaron en contra del proyecto de ley. Pero la cruzada, avivada por personajes notables como Olaudah Equiano, un antiguo esclavo de brillante inteligencia que fascinó a sus oyentes a lo largo y ancho de las Islas Británicas, John Newton, antiguo capitán de barco negrero y autor del himno «Amazing Grace», Granville Sharp, músico excéntrico y abogado autodidacta, y Thomas Clarkson, fogoso organizador que cruzó el Reino Unido a caballo en repetidas ocasiones y dedicó su vida a la causa, se negaba a morir. Clarkson y sus compañeros activistas pusieron fin a la esclavitud en el Imperio Británico en la década de 1830, mucho antes de que se extinguiera en los Estados Unidos. Fue el único participante de la reunión celebrada medio siglo antes en el taller de imprenta que vivió hasta ver el día en que un látigo y unas cadenas para esclavos fueron solemnemente enterrados en el atrio de una iglesia de Jamaica.