Sir Steven Runciman afirmaba que de todos los caminos que el historiador puede tomar, ninguno más dificultoso que el de la historia religiosa. Al escaso interés por esclarecer las creencias se suma la peculiaridad de descubrir las aristas espirituales de su historia; el resultado: malentendidos y telarañas en la explicación de una epopeya con sello sobrenatural.
La gran controversia manifiesta el compromiso intelectual de Jean Meyer como historiador que se asume como tal frente a las convicciones de su fe. La tesis de Meyer aparenta sencillez: una memoria cultural poco afortunada transmitió durante generaciones un conflicto entre las Iglesias católica romana y ortodoxa de oriente, sin revisar que desde sus inicios se hallaba incoada la posibilidad de la concordia. Su recuento desde los orígenes cristianos comunes hasta los diálogos entre Juan Pablo II y el patriarca de Constantinopla Bartolomeo I, ilustran al mismo tiempo una historia de la ciencia, la política, la lengua y los nacionalismos.
Un nudo recorre de principio a fin su estudio. Cada pueblo –cada religión– enfrenta un conflicto de identidad: dejar de reconocerse a sí mismo como portador irremplazable de una única verdad, y dejar de ver al otro como un extranjero o exiliado, promoviendo así un diálogo ecuménico donde las partes, además de dialogar, puedan conceder. La historia de Meyer se transforma también en una prospectiva política.