Hugo von Hofmannsthal observó una vez que no podía leer una página de Los cosacos, de Tolstói, sin recordar a Homero. En ambos casos, si dejamos aparte su común trasfondo épico, el tema es el del héroe que deja el mundo civilizado para enfrentarse a los peligros y la purificación moral de un viaje por tierras lejanas.
En 1851, cuando Tolstói tiene veintidós años, emprende un viaje al Cáucaso para unirse como cadete a la línea defensiva rusa en la guerra contra los turcos. El tiempo que pasa allí lo marcará para toda la vida y servirá de inspiración para sus primeras novelas.
Como sucede en la mayoría de sus obras tempranas, el protagonista, Olenin, es una proyección de la personalidad de su autor: un joven que ha dilapidado parte de su patrimonio y abraza la carrera militar para escapar de su vida disoluta en Moscú. Le impulsan vagos sueños de felicidad. Y ésta parece ir a su encuentro, tanto por la profunda impresión de plenitud que le produce el contacto con el Cáucaso, con los vastos y grandiosos espacios de su naturaleza y la vida sencilla de sus habitantes, que, alejados de todo artificio, personifican la fuerza eterna de la verdad natural, como por el amor que profesa a la bellísima cosaca Mariana.
Mitad estudio etnográfico, mitad cuento moral, esta novela posee una importancia artística e ideológica excepcional en la obra de Tolstói. La clara belleza de los paisajes sobre los cuales resaltan las inolvidables figuras de los cosacos –el viejo Yéroshka, Lúkashka y la bella y serena Mariana–, la intensa penetración psicológica del hombre elemental y la forma directa de transmitir la épica de una vida que se afirma a sí misma hacen de esta breve novela de juventud una pequeña obra maestra.