En el atardecer de su vida, Brígida Pian había descubierto finalmente que no era necesario parecerse a un servidor orgulloso, preocupado de contentar al patrono pagando su deuda hasta el último céntimo, y que nuestro Padre no espera que seamos contables minuciosos de nuestros méritos. Ella sabía ahora que no importaba tener méritos, sino amar.
Lo publicó en 1941 y, como sucede en otras de sus novelas, el escritor católico François Mauriac fue acusado de pesimismo en relación con la religiosidad de entonces. En realidad, con esta obra titulada La farisea él señalaba una enfermedad constante en la espiritualidad, la de la hipocresía que florece de la soberbia. La parábola lucana del fariseo y del publicano (18,9-14) es la representación más emblemática. Eficaz es, por tanto, también el retrato que Mauriac delinea de esta mujer, que conoce sólo la religión fría y deshumana que se alimenta de obras y juicios exteriores, que ignora la comprensión y la misericordia y que presume de conocer los secretos del corazón.
Llena de ella misma, Brigida Pian pasa por en medio de las debilidades, pero también de las riquezas interiores con desprecio altanero, convencida de ser el perfecto papel de tornasol de la verdadera fe, y así no se da cuenta de que se precipita en un abismo oscuro donde Dios está ausente y está lleno, por el contrario, del yo humano. Al final, sin embargo, también existe para ella la redención por el camino de la conversión, la realidad que para ela era del todo inútil para su vida "perfecta". Es el descubrimiento final y lapidariamente expresado por Mauriac en esa frase: "No importa tener méritos, sino amar". Una lección para meditar siempre, sobre todo cuando se está muy convencido de estar bien con la religión.