El promontorio del sueño

Primera traducción al castellano de El promontorio del sueño. En 1834 Victor Hugo (1802-1885) contempló la luna a través del telescopio del célebre astrónomo Dominique François Arago, entonces director del Observatorio de París. Casi treinta años después, y en el exilio en la isla anglonormanda de Guernesey, recordó aquella experiencia que le pareció comparable al viaje de Dante guiado por Virgilio. El resultado del recuerdo fue este breve texto. La contemplación de los cielos, leitmotiv que recorre toda su obra, alcanza en El promontorio del sueño (Promontorium somnii es uno de los nombres de las montañas lunares) unas dimensiones inusitadas, generando en su primera parte unas descripciones de paisajes «tachistas» dentro de la más pura abstracción. En la segunda, Hugo crea un texto que puede considerarse un claro precedente de la escritura surrealista. El tema es la imaginación y el sueño, en su relación con la creación y con la locura. Los mitos de la Antigüedad pagana y de la Edad Media le ofrecen la materia para crear un texto de una rara belleza, en el que se encarnan el delirio y la alucinación junto con una lúcida comprensión de la vivencia onírica.

Ediciones

Edición Editorial Páginas ISBN Observaciones
2007 Siruela
120
978-84-9841-070-9

Edición de Lourdes Cirlot

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En el verano de 1834, Víctor Hugo visitó a François Arago, astrónomo y director del Observatorio de París. Desde la azotea de su casa, pudo contemplar la Luna con un telescopio de cuatrocientos aumentos. Desilusionado por la oscuridad inicial, Víctor Hugo se confió al astrónomo como Dante a Virgilio. El lugar de ensoñación de los poetas se mostraba gracias a la ciencia. Gracias al telescopio, Víctor Hugo rebasa los postulados de la estética romántica para entregarse a una espontaneidad irracional. Lo trágico y lo grotesco, que aparecían como conceptos centrales del Romanticismo en el Prefacio de Cronwell, ceden paso a lo simbólico y analógico, pero las metáforas e intuiciones no se justifican por un sentido oculto, sino por su propia forma. Es tal vez el primer experimento de escritura automática, donde estilo y significado se disocian hasta dislocar el texto. Ya no es la prosa del genio romántico, sino puro sonambulismo, que en algunos momentos recuerda “el aleph”, ese pequeño infinito donde convergen lo actual, lo pasado y lo posible. Se trata de un ejercicio literario que implica la destrucción de cualquier orden lógico. La quimera sustituye al concepto, lo onírico al dato, el “extravagar” al pensar. El aire respira infinito, se hace “extra-humano”. El poeta se libera de la razón. Víctor Hugo inventa un neologismo para nombrar esa extraña poética: “quimerismo”. El quimerismo es conocimiento e impostura, alucinación y experiencia.
Este juego sin pretensiones no excluye la sensibilidad social ni la exaltación de un cristianismo no dogmático. Extraordinaria la página que describe la miseria del campesino medieval y no menos admirable la reflexión sobre las utopías, que con el pretexto de construir un mundo mejor, a veces matan el progreso. En las utopías siempre hay una nostalgia de la caída, un secreto compromiso con la decadencia. Víctor Hugo finaliza su atípica obra con un elogio del sueño y con una advertencia contra la locura, que es la incapacidad del hombre de salir de la trama tejida por su imaginación. El promontorio del sueño confirma la solidaridad entre Romanticismo y Surrealismo, su interés común en trascender los límites del lenguaje, el sueño y la razón. André Breton consideraba esta obra como un ejemplo de libertad e inspiración. Los dibujos a tinta y las aguadas de Víctor Hugo, así como la foto del poeta en la roca de los proscritos, confirman la comunión espiritual del arte que no se conforma con repetir lo anterior.