No hay como
volver los ojos a la etimología de las palabras para darse cuenta de lo mucho
que se espera de ellas para comprobar luego, con tristeza, que la cantidad de
capas de óxido que han ido acumulando durante siglos ocultan la brillantez de
su significado original.
Eso pasa, por
ejemplo, con la palabra "universidad". En realidad, es un derivado de
"universo", cuya etimología da la clave del sentido de aquélla. "Universo"
significa "vuelto hacia la unidad" (uni+versus), transmitiendo la
idea de que algo pivota sobre un punto único sobre el que gira. "Universitas"
era también una unidad, pero una unidad corporativa, una asociación o un grupo
organizado con un fin.
Las antiguas
universidades eran llamadas realmente "universitas magistrorum et scholarum",
o sea, asociación de maestros y estudiantes. Normalmente los estudiantes
velaban por la buena organización del centro y al maestro se le reservaba la
opinión sobre el progreso en la formación del estudiante. Su fin común: querer
conocer y querer formarse. El maestro ayudaba a su pupilo y éste se dejaba
ayudar, ya que ambos compartían una misma meta.
Nos podemos
preguntar si en estos tiempos existe una relación "societaria" entre profesores
y alumnos. ¿Comparten objetivos? ¿Sabe el maestro si quiera qué tiene el alumno
en la cabeza en cuanto a sus intereses, disposición, motivaciones, etc.? ¿Se
dejaría ayudar el alumno? El maestro tiene y cuida su carrera y el alumno la
suya, ¿se cruzan en algún punto o son eternas paralelas? ¿Es posible que la
ignorancia mutua e incluso el enfrentamiento entre unos y otros sea la base de
una "universitas" verdadera? ¿Creamos universidades con un mínimo
interés por esta faceta?
Es interesante adónde
nos lleva la reflexión sobre la palabra "universo". La vuelta hacia la unidad también
es deseable en la universidad, pero en dos planos. Uno de ellos es el dicho ya,
entre maestro y pupilo; el otro, el de la unidad del saber.
En estos tiempos,
la unidad del maestro y el estudiante debe ser la de la búsqueda del talento
del alumno y su formación humana a través del conocimiento académico. Igual que
el joven Telémaco tenía al anciano Méntor como consejero, así cada alumno
debería tener en cada maestro su propio mentor. Seguir al alumno, aconsejarle,
y sacar de él lo mejor no sería más que revivir genuinamente el espíritu propio
de la universidad, es decir, lo que motivó su fundación allí en París, Bolonia,
Salamanca, Cambridge,…
Por otro lado
está la unidad del saber. La dispersión de saberes distrae al alumno de su
formación humana. Paradójicamente, una intensa preparación especializada
segrega al alumno del resto de conocimientos.
El saber es único
porque la realidad es universal, pero la sociedad contemporánea aprecia
solo el conocimiento especializado que tiene valor de mercado y no solo ese
otro conocimiento supernumerario que solo tiene, se dice, cierto aprecio para
el uso privado de las cosas, pero no valor social. ¿Para qué interesarte por la
música si eres físico? ¿Por qué sientes curiosidad por las Letras si eres
economista? ¿A qué viene ese interés por el arte si eres matemático?
Universo. Vuelta
a la unidad. Unidad del saber, mediante el cual los alumnos son conscientes de
que saber mucho de una cosa no debe, ni puede, implicar que el mundo se vea a
través de un canutillo estrecho, sino que los saberes son complementarios, que
solo los humanos, algunos humanos, se han empeñado en diferenciarlos. La
música, la literatura, la economía, la psicología, la física, el derecho, etc.,
son solo parcelas de la gran trama de relaciones que supone el saber humano y
que, en el fondo, todas tienen un mismo origen: la persona.
Al universitario
no hay que exigirle que sepa todo de todo, porque además de humanamente
imposible, es cierto que las preferencias y las aptitudes hay que respetarlas
para poder ser verdaderamente competente en lo que a uno le gusta trabajar.
Pero eso no quiere decir que se cierre el espíritu al conocimiento, a saber
más, a apreciar más la belleza y la bondad de las cosas y, sobre todo, con
espíritu verdaderamente universitario, a abrirse a mundos en los que no había
entrado nunca, a tocar, aunque solo sea con la punta de los dedos, el resto del
universo.
Carlos Segade
Profesor del Centro Universitario Villanueva