Aparte de
figuras deportivas de gran repercusión mediática, en los últimos años España ha
dado auténticas figuras de la restauración. Los cocineros españoles están a la
altura de los mayores del mundo. Las editoriales lo saben y han promocionado
sus libros con series completas de todo tipo de recetas.
Pero no solamente
las grandes figuras pueblan las estanterías de los libros de cocina. Lo que más
llama la atención últimamente es la proliferación de gastronomía especializada
en dietas para personas con cuidados en su nutrición: dietas hipocalóricas,
hipolipemiantes, bajas en purinas, etc.
La gastronomía es
poner arte a la cultura nutricional donde antes solo había una necesidad que
cubrir. Las dietas, además, eran esa necesidad de someterse a una disciplina
rigurosa por temas de salud, con lo cual, lo que se comía pasaba a segundo
plano de importancia ante la urgencia de preservar el bienestar físico. Sin
embargo, las cosas han cambiado. El enfermo también puede ahora disfrutar del
arte gastronómico con los ingredientes a los que está limitado. Nuevas
combinaciones, fusiones, texturas, presentaciones, todo vale para gozar de los platos
de dieta. En una palabra, la cultura gastronómica ha sabido elevar el nivel de
un modo de comer muy restringido. Elevar una acción humana a un nivel de
apreciación superior es aumentar el reconocimiento de la dignidad de las
personas.
Esto, lo parezca
o no, es un avance en nuestra cultura. Los libros de cocina, aun cuando alguno
ha sido uno de los best-sellers editoriales del siglo, siempre se han
considerado como libros de segunda fila, equivalentes a las guías de turismo y mapas
de carreteras, editados como libro porque no queda más remedio. Pero aquí
estamos algunos para reivindicar no solo a los típicos libros de recetas, sino
a los recientes estudios sobre cultura culinaria, auténticas joyas de nuestra
herencia cultural. Leer un recetario del siglo XIX ofrece cierta emoción: el
estilo, las expresiones, las medidas, los tiempos, los fuegos.
Detrás de un
plato típico hay tradiciones culturales que no se entrecruzan por casualidad. Por
ejemplo, el pulpo a la gallega o el gazpacho (de tomate solo desde el siglo XIX)
serían inconcebibles sin el Descubrimiento de América. En Egipto, por poner un
ejemplo lejano, los grandes y sabrosísimos platos de carne se preparan con
cordero debido a la tradición religiosa y un plato típico es el pichón, plato
favorito de la nobleza, gran aficionada a criar palomares. Podríamos poner
ejemplos de todas partes del mundo, en los que no solo la lógica limitación de
los productos de la tierra influye en su gastronomía, sino también los potentes
factores culturales. Por eso, detrás de un plato hay historia, tradición y
cultura.
La gastronomía
trabaja en dos niveles: uno es el de la búsqueda de la perfección en la elaboración
del plato; otro es el de la búsqueda de la perfección a la hora de emplatar. Pero
el restaurador debe conectar con el comensal, con sus gustos, sus valores
culturales y estéticos para lograr el efecto deseado en ambos niveles. Muy
pocos, solo los grandes maestros, lo consiguen de forma continua.
Por todo ello, sirvan
estas líneas de reivindicación del papel de los denostados y utilísimos libros
de cocina, por lo menos de aquellos hechos con cabeza y profesionalidad, los
que buscan dejar en herencia un legado cultural de primer orden.
Carlos Segade