Todavía no había cantado el gallo cuando Thomas se puso en pie para comenzar un nuevo día. Ni las ojeras en su cara ni el frío de la noche frenaban a aquel buen hombre que iniciaba una nueva e intensa jornada de trabajo.
Sacó la llave del bolsillo de su delantal y, como cada mañana, abrió el pequeño arcón de madera que había sobre el armario de su habitación. Con sigilo hizo girar la llave, pues la vieja cerradura chirriaba, y su mujer y su hijo aún dormían plácidamente. Así, cogió el libro de recetas que llevaba tiempo escribiendo, y bajó aprisa a la cocina.
Thomas y Gertrude habían sido, desde pequeños, amigos en aquel pueblecito a las afueras de la ciudad. A los dieciséis años la amistad dio un salto más profundo y a los dieciocho se convirtieron en compañeros de vida. Unos meses más tarde, falleció el buen John, padre de Thomas, que padecía, desde hacía ya tiempo, una enfermedad respiratoria que se agravó con un fuerte catarro.
Thomas no tardó en buscar una alternativa a la situación familiar, pues su padre trabajaba como jornalero en los campos de un arrendador, que al verle tan enfermo decidió prescindir de él. Los ingresos de Thomas, como ayudante en el taller de cerámica, no eran suficientes para mantener a su mujer y a su padre; por lo que creó una pastelería en su propio domicilio. Con ayuda del señor Kensintown, que les proveía de leche, harina y huevos; y el tío de Gertrude, Charles, que colaboraba con las frutas y hortalizas; la pastelería pronto comenzó a dar pequeños beneficios, que permitieron cubrir gastos y subsistir con lo necesario.
En un principio, el trabajo de pastelero resultaba duro y monótono para Thomas. Sin embargo, solo hizo falta un día para cambiar la percepción del mismo. Sucedió una fría noche de otoño, cuando Thomas presenció la persecución por parte de una panda de borrachos a un jovenzuelo, que había robado un plato de gachas de avena de una de las mesas del bar. El muchacho trató de esconderse en un pequeño hueco que había bajo el alféizar de la ventana, que quedaba encajado con una maceta de barro rectangular.
Thomas acogió al pobre niño hambriento en la pastelería, le ofreció un poco de pan y algunos bollos que habían sobrado de la jornada de aquel día. El pequeño ladronzuelo temblaba de miedo. A raíz del estado del chiquillo, Thomas revivió una escena en su mente: los días de tormenta, en los que los fuertes truenos y temerosos relámpagos le hacían encoger el corazón. Su madre untaba algo de pan con mantequilla y azúcar, y luego repetía aquella profunda frase: “Es la receta de los valientes. Después de tomarla nada ni nadie podrá causarte ningún miedo”. Así Thomas, con aquel vivo recuerdo, realizó la misma técnica repitiendo las palabras que su madre le dedicaba. Y el niño curó su miedo, traduciéndolo en una gran sonrisa y un fuerte abrazo de agradecimiento. Aquel breve instante llegó al corazón del pastelero, que desde entonces empezó a diseñar nuevas recetas capaces de sanar los males que acechaban el corazón de los habitantes del pueblo.
De esto modo, cuando la indignación invadía la cabeza de un padre al cual disminuían el jornal que llevar a casa; Thomas tomaba un poco de menta, imitando el sentimiento picante que se asentaba en el corazón de dicho hombre. Acto seguido lo mezclaba con chocolate creando una masa líquida y homogénea que dejaba enfriar, hasta obtener un exquisito bombón que hacía desaparecer la preocupación del alma.
Si un joven venía abatido con el mal de amores, Thomas tomaba la amargura del zumo de pomelo y le añadía un buen chorro de leche. Los hacía mezclar con la espumadera y bañaba la masa de bollo con el líquido resultante. Dejaba cocinar la masa en el fogón y sobre él ponía trocitos de cereza. Solo el olor desplegaba una sonrisa en la cara de aquel decepcionado enamorado.
Sin dudarlo, Thomas sabía que las saladas lágrimas que traía la tristeza, mezcladas con algo de espinaca, queso y hojaldre fundidos en la lumbre; hacían innecesarios los pañuelos. Así como el pastel hecho con la agria y ácida piel del limón y el dulzor del azúcar, hacían desaparecer cualquier enfado.
Su nueva experiencia culinaria buscaba un remedio contra la frustración. Con todo su empeño, cuando en esa nueva mañana Thomas entró en la cocina, abrió su libro de recetas y comenzó a pensar. Estuvo al menos tres horas probando todos los ingredientes, haciendo nuevas mezclas... Y, finalmente, dio con la indicada. Una mousse hecha con la sensación seca y arenosa de la granada, fundida en requesón y leche condensada.
Todo parecía tener solución ante los ojos del pastelero que cada día creaba algo nuevo y mejor para las penas del alma. Hasta ahora no había sentimiento que no pudiera curar alguna de las exquisiteces que Thomas apuntaba en su libro de recetas. Todo en orden. Todo bajo control. La rutina se había convertido en el pilar fundamental de una vida serena y feliz. Gertrude y Thomas trabajaban en su intento por mejorar la vida de la gente del pueblo; mientras el pequeño Lucas jugaba con los demás niños en la plaza del pueblo, no lejos del hogar de sus padres.
Una tarde de verano, cuando ya cercanos a la noche el sol avisaba su marcha, Thomas escuchó un grito desgarrador desde la plaza del pueblo. No hacía falta agudizar el oído para saber que el dueño de aquel chillido era Lucas. Gertrude y Thomas corrieron despavoridos hacia la plaza, esquivando a la gente consiguieron llegar hasta su hijo, que yacía tendido en el suelo con una pierna ensangrentada y atascada bajo un pesado hierro.
Gertrude no dudó en tirarse al suelo para tratar de calmar a su pequeño, mientras Thomas trataba de contener la hemorragia con su delantal, a la vez que clamaba con auxilio y estupor la presencia de un médico. Fueron unas cuantas horas de pánico en las que solo Lucas ocupaba la mente de sus padres. El médico hizo todo lo posible, pero finalmente el pequeño perdió gran parte de su diminuta pierna derecha. Los días siguientes vinieron marcados por las lágrimas de Lucas, ante el daño de las heridas y el desconsuelo de haber perdido una parte de sí.
El sufrimiento de Lucas, llevó a Thomas a iniciar la búsqueda de una cura culinaria que aliviara a su hijo; que pronto se tornó en una pesadilla. Mezcló todo tipo de ingredientes, probó a cocinarlos de mil maneras; pero ninguna servía. Las tinajas de leche, la pala de madera, los fogones, los envases de cerámica, la espumadera de hierro, el mortero, el fuelle, los moldes de acero, el rodillo de madera, las espátulas, las cucharas... todo había dejado de tener utilidad, ante el misterio del dolor de un niño. Desde que el pastelero había dejado de atender a sus clientes, sus dulces exquisiteces ya no tenían el mismo efecto. El triste seguía triste después de comer el hojaldre. El mal de amores ya no se curaba con un bollo, ni la amargura con una mousse de granada. Thomas estaba anulado y a punto de sumirse en el profundo y oscuro hoyo de la desesperación.
Tratando de dirigir las muletas, Lucas provocó el sobresalto de su padre, quien tiró, motivado por estrépito, el paquete de harina al suelo, empapando su cara de blanco. El disparatado suceso provocó la risa del pequeño, que llevaba semanas sin esbozar un gesto de alegría. Lucas tomó fuerzas se acercó a su padre cojeando con ayuda de las muletas, le dio un beso y le pidió ir a jugar a la plaza. Thomas estaba atónito y fue incapaz de responder ante la situación. Pero Lucas interpretó un gesto afirmativo y se marchó.
–Quizá no sea únicamente el sabor de tus delicias, Tom– susurró Gertrude mientras le arropaba con sus brazos–. Las mezclas más importantes que has hecho han sido los momentos de alegría y entrega plena con los que has tratado a cada persona. ¡Alégrate! Has creado la dulce receta de un amor exquisito.
Autora: Carmen Lamana Selva (4º Grado de Primaria)